Mi gusta la cinta verde
Porque es color de esperanza,
Pero más mi gusta el locro
Porque me llena la panza.
Empanadas,
picante de mote, asado, guisos, locro, hojas de coca, chicha, vino, jugos,
arroz con pollo, kalapo, cordero, cigarrillos. Una combinación de olores y
colores maravillosa a punto de ser ofrecidas a la tierra. El viento se
encuentra tan ausente que los secretos están prohibidos. Junto al pozo dejo dos
cartones de vino Toro -uno tinto y otro blanco, para evitar la monotonía- que
compré antes de venir en el único mercado abierto. El pueblo quedó desierto, en
las calles solo restan algunos burros perdidos. Una vez más en la cancha de La
banda -como si el fútbol sirviera de marco general para todos los intercambios-
con un sol de Agosto que raja la tierra y hace necesaria una media sombra para
no terminar todos como charque. Es el primer domingo de Agosto y comienza la
convivencia por la pacha. Hugo y Delfor están parados frente a un altar
improvisado, con sus sotanas blancas intercaladas por unas franjas coloridas
bordadas con motivos originarios que les dan un aire festivo.
Todos se separan
por comisiones.
-Que nadie quede sin comisión- dice Delfor, viendo a algunas personas
que, como yo, todavía pululan sin grupo.
Voy a dar a la
comisión de Cáritas, solo porque me encuentro a la profe Mirta que me dice
-quedáte acá-. Mirta es una antigua maestra salteña, conocida por todos, que
vive en Iruya hace cientos de años, y la encargada de explicarme el funcionamiento
del ritual,
-esto es una mezcla entre los viejos ritos incaicos, y los ritos
católicos, un… hay una palabra para eso- me mira para que la ayude.
-Sincretismo- le respondo.
-Eso- me dice -un sincretismo. Esto es energía cósmica, se ofrece a la tierra
porque luego se transforma en energía que vuelve, nosotros nos comemos a la
tierra y sus productos y más tarde la tierra nos va a comer a nosotros y vamos a volver a ella. Por eso se abre el
pozo, a sesenta centímetros de profundidad, y se depositan los alimentos, en
agradecimiento, para devolverle- se lleva ambas manos a la cara y se baja los
anteojos de sol, para mirarme directamente. -Las ofrendas se dan siempre en
pareja, por eso hay que pasar de a dos y juntar ambas manos al ofrecer la
comida. Al final de la ceremonia se cubre el pozo con una piedra y al año
siguiente se destapa. De acuerdo a cómo se vea así va a ser el resto del año.
Si la piedra está húmeda es momento para sembrar o gastar, si la piedra aparece
seca mejor cuidarse y guardar-.
Por el cielo se
cruza un conjunto de tres nubes, apenas visibles pero que sirven para disminuir
la fuerza de los rayos solares por unos minutos. Ni siquiera son capaces de
emitir alguna sombra pero generan una sensación extraña, como si algo fuera a
suceder. Yo pienso en esa dualidad de las costumbres de las que habla la profe
Mirta, en esa relación incierta en la que todo vuelve, en la que nada termina
nunca, en la que las oposiciones no son tan marcadas como la cultura occidental
quiere mostrar.
El padre Hugo
nos mira desde el altar, como diciendo, ya es hora, y Mirta vuelve su mirada al
grupo y con una voz pausada y muy dulce, dice:
-Bueno, lo que tenemos que hacer ahora es leer este pasaje (mostrando
unas hojas volantes que nos reparte a todos) y después debatir, ¿quién quiere
leer?-.
Se ofrece una
mujer de unos cincuenta años aproximados con unos lentes angostos y marcos
negros. El pasaje seleccionado es del evangelio según San Juan, capítulo sexto,
refiere al alimento para saciar el alma en pos de la mediatez individualista y
a la trascendencia, y culmina con las palabras: “yo soy en pan de la vida. El que viene a mi jamás tendrá hambre: el que
cree en mi jamás tendrá sed”.
El sonido de la
lectura de la mujer en el silencio del valle me traslada a mi niñez y a la voz
de la radio los domingos, el relato perpetuo del partido de fútbol rompiendo la
monotonía y la eternidad de los domingos. Acaba la lectura y nadie dice nada.
Mirta abre los brazos, esperando opiniones. Silencio. Pasan varios segundos más
y nada. Está todo tan calmo que ni siquiera se escucha el sonido del viento.
Entonces yo (solo a los efectos de eliminar otro silencio incómodo) digo:
-El pasaje refiere al alimento como un medio para saciar necesidades
espirituales, dejando de lado las materiales-.
-Claro- asiente Mirta. Entonces, una cholita con un vestido rojo plateado
incandescente y un pañuelo que le rodea la cabeza y parte de la cara, se anima
tímidamente.
-Somos egoístas, no nos gusta compartir, lo queremos todo para nosotros
mismos-.
Resulta curioso
escuchar esas palabras en personas que están dejando lo poco que tienen
alrededor de un pozo cavado en uno de los ángulos de una cancha de fútbol en
medio de la nada, para compartir con la tierra y con el resto de los presentes.
Todavía puede
verse aquel conjunto de nubes, pero, ya lejos, no sirven para aliviar el sol y
sus rayos amenazantes nos dejan rehenes de la media sombra. Otra chica, mucho
más joven, de unos quince o dieciséis años, vestida con un jean y una campera
verde Adidas, dice:
-El pasaje habla sobre la comida y la importancia del alimento como
espíritu, de compartir con todos y con la pacheta-. Mirta lo anota y me
pregunta,
-¿Cómo era eso que dijiste?- me avergüenza un poco.
-No me acuerdo.
Las reflexiones
se van anotando con un marcador negro en una lámina amarilla que el padre
Delfor leerá más tarde, durante una misa, también producto del sincretismo, que
nunca podría ser comprendida en una catedral urbana.
-Ahora tenemos que escribir una copla- vuelve a decir Mirta.
A diferencia del
debate sobre el evangelio, como si fuese un terreno sobre el que se sienten
mucho más cómodas, son varias las que se ofrecen para hablar. La misma chica de
campera verde que había hablado antes, recompone una que sintetiza maravillosamente
el debate anterior:
Pacha,
santa tierra
No
me comas todavía,
Mira
que soy jovencita
Tengo
que dejar semilla.
Es una copla
clásica, sin embargo todos actúan como si fuera la primera vez que la oyen.
Mirta la anota en la cartulina, como anota todo.
Las nubes
desaparecieron por completo sin dejar rastro. El sol sigue apuntando sus rayos
quemantes de un fuego abrasador amenazante. Comienza la misa por la convivencia
y los padres dejan lugar a una mujer oscura con una voz honda que recita la
copla en homenaje a la pacha.