miércoles, 30 de enero de 2013

Pura morenada

-Ahí suena pura morenada- nos dicen, un poco en forma descriptiva o otro en forma casi racista. 

Y ahí vamos, los carnavales de Oruro en Santa Cruz, organizado por la fraternidad de transportistas. El predio es tan grande como una cancha de fútbol y están sentados en rondas, por comparsas, alrededor de los cajones de cerveza, Paceña. Todos con sus vestuarios característicos, las mujeres con sus sombreritos y sus vestidos anchos, con telas de seda, impecables. Los hombres con los colores propios de su comparsa, algunos más dedicados que otros, pero todos uniformados. 

Somos los únicos gringos, eso hace que nos miren y se pregunten, estos qué hacen acá. Algunos se acercan y nos preguntan directamente 

-¿de dónde son? 
-De argentina, y él de Francia-. 

Todos nos convidan cerveza, se muestran amistosos. Caminamos un poco más, casi hasta el escenario, donde suenan varias bandas traídas especialmente desde todas las regiones de Bolivia y algunas del exterior, pagadas por los cuatro "presis" de la fraternidad. -Esos tienen mucha plata- dicen todos. Unas cholitas nos invitan a bailar, nos enseñan los pasos, no son difíciles pero tienen su lógica y nos cuesta seguirlos. De repente somos la sensación de la comparsa, todas quieren bailar con nosotros, y los hombres nos miran, algunos risueños y otros con la mirada algo turbia. 

-Vení, sentate acá- me dice uno y me lleva alrededor de un árbol donde hay cuatro hombres más, -te presento, es de argentina- le dice a otro vestido con una camisa a cuadros. 
-A mi qué me importa responde- en forma agresiva. Me levanto y me voy. 
-No te preocupes- me dice el que me había llevado. 
-No importa, no quiero problemas- le digo. 

Me saca a bailar otra cholita, están todos muy borrachos y el ambiente se va caldeando. El alcohol hace lo suyo. 

-Están todos muy borrachos- le digo. 
-No te preocupes- me dice -cualquier problema te vas a aquel árbol que ahí son todos policías- me dice, señalándome el lugar dónde está el hombre de camisa  a cuadros. 

Acto seguido veo que lo llevan al Francés hacia ahí. cuando vuelve su rostro está algo pálido, ya no es de relajo ni alegría, como unos minutos antes, se encuentra tenso. 

-El de camisa a cuadros me metió las manos en los bolsillos- me dice. De pronto nos rodean las cholitas nuevamente, quieren bailar a toda costa. 
-Necesito ir al baño- digo y lo miro al francés, dándole a entender que venga, que nos tenemos que ir. Me escabullo esperando que me siga, pero cuando miro hacia atrás todavía lo veo entre las cholitas. Le hago señas con el brazo para que se vaya de ahí, que venga, pero no me entiende. Está encerrado, el grupo está a su alrededor, apenas sobresalen sus cabellos claros. La música suena cada vez más fuerte. Pura morenada, como dicen, ritmo típico paceño. Lo miro cada vez más lejos, como si tuviera una montaña de hormigas sobre su cuerpo, lo veo desaparecer, como si se lo tragara la tierra. Las cholitas a su alrededor, la música, el alcohol, El francés ya no se ve. La música sigue sonando, Los kjarkas, o un grupo que lo imita, a todo volumen. Cada tanto se escucha alguna botella romperse contra el piso. 

martes, 29 de enero de 2013

Fonolas...

-Baile eso que el papá nos enseñó- le decía una hermana a la otra. Desde la fonola había comenzado a sonar una chovena, ritmo tradicional de la región de Beni, y las dos se habían lanzado a la pista improvisada en el centro de un bar semivacío sobre la avenida Cañoto. Por momentos saltaban sobre un piso que apenas las resistía, a pesar de ser de cemento, y por otros se mecían hacia los costados como si estuvieran en una cuna. 

Mientras, el resto, que no éramos más de seis o siete -una mesa de tres hombres, ya borrachísimos, las dos chicas que atendían, una bastante sexy, con la que me iría a dormir unas horas más tarde, y otros dos que miraban desde la calle-. Tras esta sonó una mupera y los tres hombres se levantaron a acompañar el baile, un baile apenas en pie, ya que ninguno, ni las dos hermanas ni los tres hombres podían mantenerse parados. Tras esa vino otra chovena que bailaron desordenadamente, apoyando sus cuerpos uno sobre otro, simulando una escena de sexo que no hubiese podido ser a causa del estado en que todos estaban, y finalmente apareció en la pantalla Camilo sesto para aplacar las aguas y que todos se fueran a sentar a sus respectivas mesas para no dirigirse más la palabra.

martes, 8 de enero de 2013

Las milanesas y el acorazado.

Milanesas con tortilla de papas. Combinación extraña. No estaba mal para cualquiera, pero para ellas sí, podría decir ellos pero eran cinco mujeres y un solo hombre. No hay por qué. Sentados en una mesa redonda, como todos, había por lo menos siete mesas redondas, todas llenas.  Las milanesas estaban hechas con la carne más dura que encontraron, y la menor de ellas no bajaba de los setenta. Apenas podían cortarlas, gastando todas las energías que le restaban por el día, y eran recién las doce. Mucho menos masticarlas. No había caso. Las milanesas iban a quedar ahí. No se podían comer. No podían arriesgarse a perder el último diente, o a romper las dentaduras. Una de ellas estableció la asociación. Era delgada, de pelo blanco, muy elegante, tenía una tez muy pálida. Se notaba que de joven debió haber sido una mujer muy apetecible. Las milanesas seguían ahí, sin ser tocadas, todas las miraban, resignadas.  

-Hay que quejarse- dijo una, viejita, como todas, mi abuela también -esto no lo como ni loca, no es para mi-. Pero ella era de alta alcurnia, o por lo menos eso pensaba.

Entonces ella comenzó a hablar del acorazado. 

-La película es de un director ruso- dijo -y está basada en un hecho real-. Me sorprendió. Puro prejuicio, supongo. Y ahí mismo comentó el hecho, cuando le daban carne podrida a la tripulación. 

-Carne con gusanos- la interrumpió Mariano, otro interno del geriátrico, lúcido.

-sí, eso, carne con gusanos- repitió ella. 

¡La asociación no tiene límites! Luego, comentó la escena del cochecito cayendo por las escaleras, 

-la volvió a hacer un director americano- dijo -en homenaje, no me acuerdo cómo se llamaba-. 

-Brian de Palma- dije yo, -en Los intocables-.

-ah, sí- dijo -ahí-. 

La milanesas seguían ahí, sin que ninguna se atreviera a tocarlas.