martes, 25 de noviembre de 2014

Día Internacional de la eliminación de la violencia contra la mujer.

(Relato incluido en el libro de crónicas, Marisol y las hormigas).  



 Es veinticinco de Noviembre, día internacional de la eliminación de la violencia contra la mujer, sancionado por las Naciones Unidas en mil novecientos noventa y tres en reconocimiento a las hermanas Mirabal asesinadas en República Dominicana por Leónidas Trujillo. Gaby camina por Iruya repartiendo y pegando en las paredes unos panfletos que recuerdan la fecha. El cielo está completamente azul, todavía es época seca y el Colanzulí es un hilo angosto que serpentea y se esconde entre las piedras.

Gaby, o la charanga, como la llaman sus amigos, trabaja en el Ayllu, una dependencia financiada por una fundación española encargada de tratar problemas de género y realizar mediaciones. Un trabajo de hormiga. Para llegar a la oficina hay que bajar unas escaleras que salen de la plazoleta, justo al lado de donde al viejo Delta le gusta poner su parche. Prácticamente se encuentra escondida en la roca de la montaña, pero tiene una vista envidiable, desde allí puede divisarse todo el cauce del río.

Iruya, como el resto de la región, es un lugar complejo. Generalmente son las mujeres las encargadas de mantener y llevar adelante los hogares, velar por la educación de los hijos y todo tipo de emprendimientos económicos, sean restaurantes, hostales, almacenes, etc. Es un sistema con rasgos marcadamente matriarcales. Paradójicamente, el machismo es extremo y la violencia contra la mujer es muy habitual. Uno puede recorrer los pocos bares que hay en Iruya, principalmente frente a La tablada, un sábado por la noche y jamás va a encontrar una mujer, mucho menos un grupo de mujeres (a no ser que sean “gringas”) tomándose una cerveza y conversando. Contrariamente, uno encuentra mesas repletas de hombres. Muchas mujeres son abandonadas embarazadas sin que jamás reciban ayuda ni algún tipo de aporte por parte de los padres de sus hijos. Estos desaparecen y algunas mujeres se pasan años intentando ubicarlos para que reconozcan a sus hijos y se hagan cargo de sus responsabilidades, o simplemente se quedan y andan por ahí como si nada. Cualquiera puede verlos caminar impunemente por ahí sin recibir sanción moral ni legal alguna. Los jueces de Paz no son demasiado confiables, uno de éstos era bastante conocido a causa de que tenía la costumbre de cobrarse sus honorarios a través de favores sexuales. No hace mucho que comenzaron a tomarse en cuenta estos problemas y es por eso que una vez por mes acude al Ayllu una abogada proveniente de Humahuaca para atender los reclamos de las mujeres. Esos días la oficina de Gaby parece un banco en día de cobro de jubilaciones. La fila de personas atraviesa la sala de espera, el pasillo de entrada y sube por la escalera caracol llegando hasta el puesto del viejo Delta.


Gaby camina con los panfletos que anuncian la fecha, en una mano lleva un tarro lleno de engrudo y los va pegando sobre las paredes, en la calle San Martín, en la Belgrano, en el almacén de don Ángel, en lo del Canchi, -el ferretero, y uno de los hombres más codiciados del pueblo, gracias a que ha logrado acumular un pequeño capital- sobre el almacén de Rubén y su hermana, donde nace la Belgrano, sobre las paredes laterales de la iglesia de San Roque, sobre la casa de Federico III (que ahora funciona como museo), el Yugoslavo que luego de pasar tres días caminando allá por mil novecientos encontró este paraje y no se fue nunca más.

Una nube solitaria atraviesa el paisaje y se estanca entre dos cerros al final del valle. -Va a hacer frío- se escucha decir a una de las chicas que atiende el mercado de Tacacho. Dos cóndores la vigilan dando vueltas en círculos y jugando con el viento. -Seguro se cayó un burro- dice Asunta juntando sus labios. En uno de los bordes de la plaza unos chiquitos de unos seis o siete años enroscan un trompo de madera.

A Gaby la acompaña Gisella, una chica joven, atractiva, de pelo lacio negro y ojos también negros, oriunda de Iruya. Es la hija de don Angel. Desde hace unos meses cambió su trabajo en el almacén por un puesto en el municipio junto a la Gaby, aunque se queja por la soledad. En el almacén podía conversar con todo el mundo, dice, en la oficina me siento un poco sola. El ayllu se encuentra en las entrañas de la montaña, las noticias tardan en llegar y, excepto por los días en que hay mediaciones, no hay mucho para conversar. -Así no- le dice uno de los chicos al otro -se tira así- enrosca la soga en la base del trompo y le indica un movimiento centrífugo con el brazo.

En la plaza de la tablada se encuentran a la abuelita Clari. Camina algo encorvada, un pañuelo le cruza los hombros diagonalmente y dos trenzas largas y canosas y atadas en las puntas con dos cintitas color fucsia, caen formando una parábola. Clari se ríe todo el tiempo y sus ojos, de un verde casi adúltero, acompañan su sonrisa brillando.

-Hola gringuita- le dice a Gaby.
-Cómo le va Clari, venga con nosotras- los chicos siguen dándole vueltas al trompo sobre las baldosas de la plaza y las nubes siguen atascadas entre los cerros, custodiadas por los cóndores. -¿Quiere sumarse al festejo?- Clari se sigue riendo, mostrando unas arrugas profundas y orgullosas que le asoman por el rostro desde hace como dos mil años.
-¿Y qué festejamos gringuita?-.
-El Día internacional de la violencia contra la mujer-.
-Ah- dice entusiasmadísima -¿entonces hoy les podemos pegar a ellos?-.