miércoles, 30 de diciembre de 2015

Inercia





De soberbios señores despojada;
ella misma por sí rige su imperio,
sin dar parte a los dioses...
Lucrecio



Entonces lo apresó una especie de inercia que lo hizo recorrer cada uno de los lugares por los que habían estado, y casi en forma simétrica y sin saber cómo, terminó sentado en una mesa sobre la vereda en el café Margot, a una cuadra de Boedo y San Juan.

Había estado más de tres horas esperando, sentado en otro café sobre Cabildo y Virrey del Pino, a la misma hora en que ella asistía a su psicoanalista, confundiendo a cada una de las mujeres que pasaban. Por esas maravillas o perversiones que tiene la imaginación todas eran iguales a ella, con el cabello más corto (se lo habrá cortado, pensaba), algo más gordas (puede haber engordado, hace ya tres meses que no nos vemos) incluso de distintas estaturas (no será tan alta como la recuerdo). Después de todo la imaginación y los recuerdos se conforman con el mismo material que las alucinaciones y por momentos no se hace fácil distinguir unos de otros. 

Había cambiado de horario o había abandonado el análisis, no quedaba más opción. Ella nunca apareció.

Es así que terminó en esa vereda de Boedo, esquina con el pasaje San Ignacio, con un libro de Hemingway sobre la mesa –Al otro lado del Río…- que sólo le servía de excusa, puesto que sus ansias por verla le hacían imposible concentrarse en más de tres párrafos seguidos, a ese ritmo podría llevarle varios años terminarlo. La trama respecto de aquel coronel Cantwell ya lo había saturado y había terminado por asquearse de un relato cuya acción sólo estaba basada en memorias, mientras ahora sólo se dedicaba a recordar, recorrer ciudades antiguas y hoteles y, en el mejor de los casos, salir a cazar patos. Así y todo, podía intuir que parte del agobio que le resultaba aquella lectura tenía más que ver con sus ansias y no tanto con el pobre Hemingway que, más allá de las críticas a las que fuera sometido por parte de críticos y eruditos literarios que siempre quieren llamar la atención poniéndose por encima de escritores renombrados, tenía una experiencia de vida que de por sí lo hacía interesante y de la que ninguno de estos nuevos escritores que jamás abandonan su estudio o escritorio podía siquiera imaginar.

Agustín levantaba el cuello y seguía con la mirada a cada una de las mujeres que pasaban, intentado adivinar puntos a lo lejos con la esperanza en que cada uno de esos se transformara en ella. Una sensación de vértigo recorría su piel, y cuando divisaba algo semejante, su corazón hacía una pausa, literalmente dejando de funcionar, para continuar con sus latidos con un golpe fuerte unos instantes después. Frente suyo una mujer, con rasgos anglosajones -posiblemente una turista norteamericana o europea- seguía sus movimientos. Me creerá una especie de desquiciado, pensó, y pudo verse desde cierta perspectiva, moviendo su cabeza, estirando su cuello de un lado al otro, algo desesperado, hacia ambos extremos de la vereda. Posiblemente tenga razón.

Trató de concentrarse en la novela, en el Coronel Cantwell y su chofer, un tal Jackson, que no lo soportaba pero no dejaba de mostrar una amabilidad tal que producía el mismo efecto en el coronel. Ambos profesaban ese odio silencioso y cortés, producto generacional o de haber atravesado vivencias similares, que puede no manifestarse nunca o estallar en una guerra abierta en algún momento. Un soldado joven que había aprovechado la menor herida para desaparecer del frente de batalla mientras que él aún sentía zumbidos en la cabeza a causa de la cantidad de veces que lo habían herido. 

El resentimiento era legítimo.

El calor era agobiante y para colmo las sillas de lo más incómodas. Pensó que debería existir alguna clase de protocolo al respecto, que dictamine cierta clase de ergonometría, el respaldo adecuado y esas cosas. Buscaba alguna posición que le quedara cómoda a los efectos de aguantar ahí el mayor tiempo posible. Ni siquiera conocía la dirección de su casa, era toda su información- como para saber si estaba en el lugar correcto, teniendo en cuenta las escasas probabilidades. A vos te está fallando algo, se dijo, toda su vida se componía de empresas imposibles, como si hiciese de la utopía una especie de karma o de religión. Cayó en la cuenta de eso, jamás le había preguntado su dirección, podía llegar a hacerse una idea, pero no pasaba de la vaguedad. Imaginó cosas, qué sería si se muriese, por ejemplo, ¿estaría habilitado para asistir a su velorio? 

Sabía que vivía en Boedo, eso era todo, ella lo repetía constantemente como si necesitara afirmarlo y le brindase alguna clase de identificación. Pero el barrio es grande y no tenía otro punto de referencia. Cuántas cosas no sabría de ella, más allá de que tenía marido y de lo que podía mirar por internet. Por un instante dudó si todo no había sido más que una ficción y volvió a caer en la cuenta de las alucinaciones. Desde el punto de vista del idealismo subjetivo de Berkeley todo podría serlo, qué es el ser humano si no un conjunto de alucinaciones, compartidas en el mejor de los casos. Entonces asumió que cualquiera de aquellas mujeres que pasaban podría ser la que buscaba y le provocó cierta satisfacción, desde un punto de vista semejante sería muy fácil reemplazarla. Pero no duró más que eso, unos pocos segundos, finalmente tuvo que admitir lo ridículo de ese pensamiento. La clave del amor reside en su unicidad. 

Volvió a darle una oportunidad a Hemingway, intentando evadirse y que el tiempo transitara de un modo menos trascendental. El coronel había llegado a Venecia y se había sumido en una conversación ridícula con el Gran maestre junto al que había construido una especie de logia imaginaria que parecía el juego de dos delirantes. Intentó seguir algunas páginas más pero no era un buen libro para calmar la ansiedad, le hacía falta más acción, cosa que había esperado encontrar en Hemingway. Echó una mirada a la anglosajona que tenía adelante y seguía observándolo y esbozó una sonrisa. De dónde sos, pudo haberle dicho y quién sabe hubiera sido un pasaje para el olvido. Sin embargo, era demasiado blanca para su gusto y había algo de ese olvido al que se resistía. Además, no existe nada peor que la mujer inadecuada para aumentar la melancolía. 

Su tenaz memoria era uno de sus principales enemigos. Hay algo de la forma, pensó, que es irreemplazable.


Dejó a Hemingway por la mitad y pasó a un libro de divulgación de Levi-Strauss, acerca del pensamiento mítico y el pensamiento científico. Se le hizo algo más llevadero. La mitología tiene ese imán imposible de resistir, y en definitiva es el inicio de todo, así como un modo de explicar las alucinaciones compartidas. El artículo no tenía más de cinco o seis páginas y se leía de corrido. Echó varias miradas más, escudriñando y siguiendo a cada una de las mujeres que pasaban y que amenazaban con convertirse en ella, sin ningún resultado. Volvió sobre el artículo y cuando lo terminó la anglosajona se había dado por vencida, ya no estaba. Su pasaje al olvido se había esfumado.  

Espero algunos minutos más. La espalda comenzaba a dolerle, había comenzado a oscurecer y ella no daba rastros de que fuera a aparecer. Margot fue el primer café en el que se encontraron, y al parecer no iba a ser el último. Pagó la cuenta y desapareció.  

jueves, 26 de marzo de 2015

Amor cruel


Yo todavía estoy demasiado metido en esta historia, le dije, para qué te voy a mentir.
Ella juntó los labios, sus ojos se opacaron, desilusionada, pero al mismo tiempo sabiendo que eso podía pasar. Se lo conté desde el primer momento, sin ocultarle nada. Mirá Gimena, yo acabo de salir de una historia complicada, le dije al conocernos, claro que en ese momento se lo dije seguro, demostrando una seguridad que no tenía, como una decisión tomada, sin regreso.

Sin embargo, la historia no había terminado nada y todavía había carretel para seguir tirando. Sol no estaba en uno de los mejores momentos de su vida, su discurso se venía desmoronando desde hace tiempo, de ser la mujer más feliz del mundo con el marido perfecto, había pasado a asumir que su felicidad estaba basada en suposiciones con poco fundamento… o sí, quién sabe, y las cosas habían cambiado como cambia una marea y hace que el mar se pinte de un azul más oscuro y lo que antes nos gustaba ya no nos gusta ahora y nos parece una mierda. La cosa era que Sol ya no tenía demasiado claro nada. Quiero que mi matrimonio funcione, me decía cada tanto, pero sus palabras cada vez resultaban menos creíbles. Para peor, le había contado todo a su marido, un año de salidas ocultas conmigo, ¡un año! Ni siquiera habían pasado dos meses de casados cuando empezamos a vernos. Y el tipo no había hecho más que golpear algunas paredes con el puño y amenazar con que iba a venir a buscarme –cosa que a mí no me preocupaba demasiado, y hasta me resultaba simpático, qué pueden hacerme un par de golpes más en el cuerpo, golpes que por demás eran el signo de su propia debilidad-. Ni siquiera se tomó una semana para pensarlo, como para que ella entrara en razón o se asustara un poco, no, unos gritos y unos golpes a las paredes y la posterior vigilancia, lo que a mi parecer lo hacía ver más ridículo. Quién sabe estoy embarazada, se dio el lujo de decirle también y el otro se puso más loco. ¡Cuánto habrá pensado en mí! Pero ninguna mujer perdona eso, hay cosas que si no se sienten es necesario actuarlas, decía mi vieja.

Yo desde entonces me dediqué a escribir en mi muro algunas provocaciones, sabía que él se había obsesionado conmigo, ella me lo había contado y miraba mis publicaciones como si en ellas pudiera encontrar algún secreto que no encontraba frente a sí mismo. ¿Qué esperas, que reaccione? me preguntó Sol al verlas, sos un provocador. Sin embargo lo que ella estaba esperando –aunque no lo expresara- era que reaccionara su marido, de alguna forma, dejándola por un tiempo, cogiéndose a otra, demostrándole que aún guardaba algo de dignidad o siquiera dándole un golpe, un golpe duro y a la cara, que le dejara el pómulo morado y le hiciera ver que tenía los pantalones puestos, qué se yo. Pero el tipo no reaccionó y ella a las dos semanas estaba nuevamente en mi cama, gozando como nunca, soltando gritos al aire como perra en celos y diciéndome al oído que nunca había probado una pija tan grande y tan rica como la mía. Cualquiera sabe que un pene es un elemento exclusivamente imaginario, que una pija es una pura proyección. Y cualquiera sabe también que si hay algo que una mujer no puede perdonar es la falta de dignidad, después de ahí se transforma en una hiena -es casi instintivo- que busca humillar y hasta sacrificar o comerse a su ex pareja, que se transforma en una masa amorfa viscosa, inaguantable. Los deseos son irrefrenables, es algo que nace adentro del estómago y se expande hacia las extremidades, y lo peor es que ni siquiera lo nota, yo todavía lo amo, lo que pasa es que el amor se transforma, etc., o venía con lo de que su matrimonio funcione. Pero es un proceso sin vuelta atrás. Una cuestión darwinista, dirán, casi como el castigo y la necesidad de eliminar al más débil, al lastre que dificulta la evolución y la supervivencia de la especie. Yo lo sabía, saltaba a la vista, cualquiera podía saberlo, pero no podía decirle estas cosas para que no se enojara conmigo, aunque ella misma las decía, pero de la misma forma que “la bella indiferencia de las histéricas” según Charcot, que hablan sin sentir, ella hablaba sin escucharse.

Cuánto puede dejarse humillar una persona, pensé. En un principio me caía simpático, como ella me lo pintaba parecía una buena persona y me causaba cierta pena que todo esto sucediera así. Sin embargo, el patetismo y la humillación habían ido transformándolo en un ser algo despreciable. En pequeñas dosis podía pasar, despertar cierto cariño y hasta compasión (aunque no sea el mejor de los sentimientos). Pero cuando la humillación traspasa ciertos límites lo único que despierta es rechazo, después de todo, es imposible querer a nadie que no se tenga un poco de amor propio, y mucho menos cuando su postura termina obturando el desarrollo natural de las cosas. Ella podía haberme llevado a su casa, podíamos haber cogido desenfrenadamente frente a sus narices y de todos modos, su dependencia repugnante, lo hubiera hecho perdonarla. Ya no era un hombre lo que tenía, si no un hijo o un hermano menor.

Ella también había comenzado a odiarlo, con toda su alma, le debo tanto, llegó a decirme cuando la acompañaba a tomar el subte -después de tener uno de nuestros encuentros sexuales monumentales-. Cualquiera sabe que cuando se llega a esos límites no hay vuelta atrás, el amor puede ser agresivo, puerco, cruel, reventado y hasta mortal, pero no hay nada peor que el amor condescendiente. Eso y la humillación son la misma cosa, y hay cosas que una mujer no puede perdonar.

Gimena me escuchaba atenta, con su atención de psicoanalista, atendiendo a su pose, seria, desviando la energía para otro lado, con su tono inalterable de quién escucha o intenta escuchar sin afectarse. Pero cualquiera podía notar que estaba sufriendo, Gimena tenía un discurso demasiado armado y por momentos me daba respuestas como si yo fuese su paciente, aunque en cualquier momento podía desmoronarse y echarse al piso a llorar. De haberlo hecho, posiblemente me hubiera cautivado más, pero yo podía notar su pose, la veía asomando tan claramente, sabía que ella actuaba para mí, que me había transformado en su objeto de amor, que sus respuestas suponían lo que yo quería escuchar, y no hay nada que me ponga de peor humor que eso.

Volví a hablar, le dije, volvimos a vernos, y su cara se desfiguró, fue sólo un instante, inadvertido para alguien distraído, pero no para mí. Pude ver su piel tensarse pero era buena para recomponerse, como el boxeador que cae y se levanta veloz, intentando que los jueces no noten el impacto del golpe que estuvo a punto de dejarlo ko. ¿Por qué sentía la necesidad de contarle? ¿Era la necesidad de descargarme, de hablar con alguien, o sólo quería humillarla de la misma forma que Sol a su marido? Sin embargo Gimena seguía atenta, con la guardia en alto, esperando que siguiera lanzándole golpes para esquivarlos. De vez en cuando ella también lanzaba alguno, desesperado y sin fuerzas, golpes bajos. Vos sos un miserable, me decía en un tono falsamente amistoso, no hay forma de sacarte un peso, o vos sos un cobarde... Pero sus frases eran tan visiblemente agresivas e innecesarias que no hacían más que dejar al descubierto su dolor. Lamentablemente yo no la podía colmar, hubiese querido, pero no podía. Menos en este momento que la comparaba con Sol, que no era psicoanalista sino bailarina y tenía unas piernas largas y musculosas capaz de dejar loco a cualquiera, que no era psicoanalista pero sus críticas literarias me dejaban desconcertado, que no era psicoanalista pero tenía un oído que ella misma desconocía y podía recordar y reconocer un solo de piano de Michel Camilo tras haberlo escuchado una sola vez varios meses atrás. Esas cosas hacían que no pudiera compararla, y que sus comentarios psicoanalíticos distaran mucho de lo que realmente estaba necesitando, y de las ganas necesarias para reventarnos en una cama como podía hacer con Sol y que, incluso después de acabar y dejarle toda mi leche corriendo por sus entrañas, aún me quedaran ganas de seguir hasta que mi pija quedara roja como un higo por dentro.

El amor es así, cruel, pensé, mientras Gimena seguía buscando puntos de encuentro. Ni siquiera la escuchaba. Podía imaginar a Marcos Maidana arrojando esos golpes desesperados, sin eficacia, que Maiwather esquivaba fácilmente o que recibía sin inmutarse, mientras se movía delante suyo, humillante, bailando y exacerbando su impotencia. Intentaba prestarle atención, pero tras su rostro yo no hacía más que mirar a Sol, con sus ojos negros y brillosos. La muy puta. Con sus piernas largas y musculosas, envolviéndome y sin dejarme respirar. La muy puta. Pidiéndome más, diciéndome, sí soy tu puta, no te das cuenta que soy tuya, mientras su marido hacía llamados desesperados a su celular que ella no podía atender...


lunes, 5 de enero de 2015

Carne sobre carne



De Un Porvenir (Novela)



El Turco había comenzado a tambalearse, cambiando el peso de su cuerpo como si estuviera bailando y a medida que pasaba el tiempo el movimiento se intensificaba hasta casi saltar de pierna a pierna. Sabía que con Atilio no podía contar, hace tiempo que sus neuronas habían dejado de funcionar -casi al mismo tiempo que las de Yesica se pusieron en movimiento- y le costaba dejarlo solo. Miró su reloj -una réplica de un Cartier, importado de China, que le compró a un nigeriano dos días atrás-, había transcurrido algo más de media hora desde que se habían llevado a la mina. No era una noche calurosa pero una gota ancha de sudor le caía a la altura de la sien dejándole una huella opaca y salada qie iba desde la sien, pasándole por el pómulo derecho hasta llegarle al cuello. Miró una vez más el reloj mientras seguía saltando como si estuviera trotando en el lugar.

-¿Te pasa algo?- le preguntó Atilio al notarlo tan incómodo.
-Me estoy meando-.
-Cruzá al boliche mejor, a ver si te haces en los pantalones y éstos nos pierden el respeto- dijo riendo y señalando con la cabeza al grupo que los secundaba.
-¡Tas gracioso Tilito!-.

Al Turco le costaba aguatarse, era un problema que tenía desde chico. A los dieciséis años se meó en un cine por intentarlo. No te pierdas la escena cuando la violan en el camión frigorífico, le había dicho uno de la barra del Sarmiento, encima de una vaca descuartizada, y había esperado, paciente -una joya del cine nacional-. Ni siquiera le interesaba la película, pero la escena no aparecía nunca –ella violada por un conjunto de matarifes, ¡así te quería tener!- y la paciencia se le iba acabando y empezaba a moverse inquieto entre los asientos. El golosinero que iba y venía con su bandeja ofreciendo sus chocolates entre las butacas de cuero.

Había ido a ver Carne y lo único que le interesaba era ver en bolas a la Sarli, pero el Turco casi no se aguantaba, y no iba al baño por miedo a que justo apareciera la escena y se perdiera la oportunidad de ver a la Coca siendo montada por esa serie de infradotados. Trataba de pensar en otra cosa, para eliminar la ansiedad, pero la cosa se iba poniendo tensa y en el instante en que aparecía ella con su falda, camino a su casa, ingenua pero deseosa, siempre deseosa, luego del laburo, tuvo un momento de debilidad, se meó, justo cuando la encerraban y le decían, así te quería tener, como si la hubieran estado esperando toda la vida. Fue un instante de distracción, cuando le sacaban la ropa, carne sobre carne, le decía el otro, así te quería tener, y el golosinero seguía rondando ¡maní con chocolate! asumiendo que la ansiedad aumentaba el hambre o las ganas de masticar. Ni siquiera pudo masturbarse, aunque fue como una eyaculación. Al verla así su cuerpo se relajó, la vejiga dejó de resistirse y el meo corrió entre las butacas. Para colmo era un pis concentrado, amarillento, que dejaba escapar un olor intenso a ácido que era indisimulable y que se iba diluyendo como si fueran los brazos de un río, o un Delta, que corría y se desperdigaba por todas partes.


Finalmente, y ante los quejidos generales, tuvieron que parar la película y el encargado del cine -que también hacía de golosinero- le alcanzó un trapo y un secador ¡ya estás grandecito, che! y ante la vergüenza general, con las luces del cine encendidas, le hizo limpiar lo que había ensuciado y recién cuando terminó se pudo ir a su casa, con los pantalones mojados, chorreando vergüenza y sin terminar de ver la película.