De Un Porvenir (Novela)
El Turco había comenzado a tambalearse,
cambiando el peso de su cuerpo como si estuviera bailando y a medida que pasaba
el tiempo el movimiento se intensificaba hasta casi saltar de pierna a pierna. Sabía
que con Atilio no podía contar, hace tiempo que sus neuronas habían dejado de
funcionar -casi al mismo tiempo que las de Yesica se pusieron en movimiento- y
le costaba dejarlo solo. Miró su reloj -una réplica de un Cartier, importado de
China, que le compró a un nigeriano dos días atrás-, había transcurrido algo más
de media hora desde que se habían llevado a la mina. No era una noche calurosa
pero una gota ancha de sudor le caía a la altura de la sien dejándole una
huella opaca y salada qie iba desde la sien, pasándole por el pómulo derecho hasta
llegarle al cuello. Miró una vez más el reloj mientras seguía saltando como si
estuviera trotando en el lugar.
-¿Te pasa algo?- le preguntó Atilio
al notarlo tan incómodo.
-Me estoy meando-.
-Cruzá al boliche mejor, a ver si
te haces en los pantalones y éstos nos pierden el respeto- dijo riendo y
señalando con la cabeza al grupo que los secundaba.
-¡Tas gracioso Tilito!-.
Al Turco le costaba aguatarse, era un problema
que tenía desde chico. A los dieciséis años se meó en un cine por intentarlo. No te pierdas la escena cuando la violan en el
camión frigorífico, le había dicho uno de la barra del Sarmiento, encima de una vaca descuartizada, y
había esperado, paciente -una joya del cine nacional-. Ni siquiera le
interesaba la película, pero la escena no aparecía nunca –ella violada por un
conjunto de matarifes, ¡así te quería
tener!- y la paciencia se le iba acabando y empezaba a moverse inquieto
entre los asientos. El golosinero que iba y venía con su bandeja ofreciendo sus
chocolates entre las butacas de cuero.
Había ido a ver Carne y lo único que le
interesaba era ver en bolas a la Sarli, pero el Turco casi no se aguantaba, y no
iba al baño por miedo a que justo apareciera la escena y se perdiera la
oportunidad de ver a la Coca siendo montada por esa serie de infradotados. Trataba
de pensar en otra cosa, para eliminar la ansiedad, pero la cosa se iba poniendo
tensa y en el instante en que aparecía ella con su falda, camino a su casa,
ingenua pero deseosa, siempre deseosa, luego del laburo, tuvo un momento de debilidad,
se meó, justo cuando la encerraban y le decían, así te quería tener, como si la hubieran estado esperando toda la
vida. Fue un instante de distracción, cuando le sacaban la ropa, carne sobre carne, le decía el otro, así te quería tener, y el golosinero
seguía rondando ¡maní con chocolate! asumiendo
que la ansiedad aumentaba el hambre o las ganas de masticar. Ni siquiera pudo
masturbarse, aunque fue como una eyaculación. Al verla así su cuerpo se relajó,
la vejiga dejó de resistirse y el meo corrió entre las butacas. Para colmo era
un pis concentrado, amarillento, que dejaba escapar un olor intenso a ácido que
era indisimulable y que se iba diluyendo como si fueran los brazos de un río, o
un Delta, que corría y se desperdigaba por todas partes.
Finalmente, y ante los quejidos generales,
tuvieron que parar la película y el encargado del cine -que también hacía de
golosinero- le alcanzó un trapo y un secador ¡ya estás grandecito, che! y ante la vergüenza general, con las
luces del cine encendidas, le hizo limpiar lo que había ensuciado y recién
cuando terminó se pudo ir a su casa, con los pantalones mojados, chorreando
vergüenza y sin terminar de ver la película.