miércoles, 21 de septiembre de 2016

Cotorras

Una cotorra da de comer a sus crías mientras el resto del grupo sobrevuela la palmera. Sus plumajes son verdes, casi amarillos entre los que se entremezcla el azul, sus patas grisáceas. La Cotorra Monje es una especie común en esta ciudad. Según Daniel, un amigo avistador de aves, Buenos Aires tiene una de las colonias más grandes no sé bien si en el mundo o en Latinoamérica. Al igual que las palomas, son casi una plaga.

Son tres palmeras que crecen casi en el centro de la plaza. Los días de semana las plazas suelen estar casi vacías, el clima es apasible. Apenas algunos murmullos llegan hasta mi balcón. El roce agudo de los engranajes de una hamaca -una madre empuja a su hija con una mano mientras con la otra mira su teléfono celular- marca un sonido regular que en otro contexto sonaría disonante o disruptivo. Sin embargo, en éste resulta una melodía armónica que acompaña el transcurrir matinal. Una abuela pasea con su nieta de la mano por uno de los senderos de ladrillos enseñándole, quién sabe el nombre de algunas plantas o inventándole historias de cuando era tan chica como ella. Una pareja de adolescentes también pasean tomados de la mano, sus cuerpos tienen a imantarse.

Me siento una especie de James Stwart observando, como un voyeur, cada movimiento allí abajo. El cielo está casi celeste, cruzado por algunas nubes que pasan de cuando en cuando. Las palmeras resguardan una fauna imprevisible para quienes están debajo. Las palomas se mezclan con las cotorras que protegen sus huevos en sus nidos. Los preparan con ramas secas, según Daniel esa es la única especie de cotorras que hacen sus nidos con ramas. Sus vidas también se observan apasibles, tranquilas, haciendo lo que se debe hacer, lo que manda la naturaleza. 

Repentinamente un aguilucho -uno de los tantos que fueron importados para regular la población avícola de la ciudad- se acerca hasta el árbol. Su vuelo es majestuoso, contrasta con el vuelo torpe de las palomas, juega con el viento, blandiendo sus alas, con la misma elegancia que nada el tiburón en el mar. Entonces el aguilucho arremete contra la palmera, atacando uno de los nidos. La tranquilidad deja espacio al horror; el revoloteo, los gritos -alaridos secos, punzantes- desesperados. Algunas plumas se desprenden y caen al vacío en cámara lenta. 

El aguilucho flamea satisfecho, con los huevos en la boca, su pico es infalible, voraz y mortal, sin embargo, mantiene los huevos intactos en su interior. Una vez más sus alas extendidas, apropiándose del viento, su color es de un gris ceniciento, salvo por por los extremos que se tiñen de blanco. Su vuelo es digno de apreciar. 

El peligro cesa y los gritos de las cotorras poco a poco se pierden, ya resignadas abandonan su nido y se alejan para buscar un mejor lugar. Abajo nadie puede observar lo que acontece, nadie mira para arriba en Buenos Aires. 

La abuela continúa enseñándole los nombres de las plantas a su nieta, o contándole historias de cuando era tan chica como ella. Los adolescentes cada vez más cercanos, sus cuerpos se funden y arremeten uno contra el otro sobre un monolito que guarda un busto de Sarmiento. Una de las plumas cae a los pies de la pareja, ni siquiera tienen tiempo para notarla. El chirrido de la hamaca continúa meciendo la mañana a intervalos regulares. 

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