lunes, 19 de septiembre de 2016

Profecías...


3.
Miró el reloj del celular y daban casi las siete. El viaje se le hacía eterno. Sabés que esto no está bien, fueron sus últimas palabras y reflexionó en lo absurdo de las mismas. Claro que estaba bien, de lo contrario ahora no estaría metida en ese taxi camino a su casa con sus pulsaciones revolucionadas. 

¿Querés que baje por Lacroze? le preguntó el taxista. La pregunta se le hizo ridícula, anda por donde te dé la gana, le respondió y abrió la ventanilla. Necesitaba aire. En su pecho podía sentir los golpes producidos por sus latidos, Freud localizaba el foco de la libido como un punto a la altura del vientre, sin embargo para ella debería concebirse como una línea recta que se extiende desde el bajo vientre hasta la altura del corazón. Juntó sus piernas y presionó una contra la otra. El viento dándole de lleno en la cara le hacía bien. Pensó en el deseo y en las descargas eléctricas que éste le producía sobre su cuerpo, la manera en que erizaba su piel. El mismo roce del tapizado le causaba placer y tenía que cerrar los ojos para no delatarse. 

Otro auto se puso a la par en un semáforo, manejaba una mujer. La miró fijo durante unos segundos, era una mujer mayor, rondaría los cincuenta pero aparentaba ser mayor. Notó la tristeza en su mirada. Sus ojos eran grises, cenicientos y en ellos entrevió un vacío inconmensurable. Reconstruyó su vida en un instante y se estremeció, no llegaría a eso. Juntó las piernas nuevamente y emitió una sonrisa. Se sentía contenta y su deseo crecía a medida que avanzaban. El tránsito era un infierno, hubiese deseado tomar el subte.

Muchos autos, dijo el taxista, ella seguía con los ojos cerrados, imaginando. Prefirió no contestar, no tenía por qué suponer que le hablaba a ella. Un mechón se le escapaba por la ventana abierta, se preocupó, pero enseguida pensó en lo mucho que a él le gustaba su pelo y lo dejó volar. Imaginó sus ganas, nunca nadie la había mirado así.  

  
Llegamos, le dijo el taxista, ni siquiera había notado que el automóvil se detuvo. Volvió a mirar el reloj, pensó en la relatividad del tiempo, una eternidad que había transcurrido casi efímera. La contradicción le resultó divertida. Antes de abrir la puerta del taxi hizo una pausa y respiró hondo. ¿Estás bien? le preguntó el chofer. Muy bien, respondió antes de bajarse. Cruzó la calle como si caminara por una cuerda, una fuerza ajena se había apoderado de su cuerpo y la llevaba como una especie de autómata. ¿Quién es? se oyó por el portero, las piernas le temblaron y su corazón aumentó más sus pulsaciones. Nunca se había sentido tan viva.   


1.
Entonces la empujó sobre la cama y, sin importarle lo que le estaba diciendo, le arrancó la ropa. Su deseo adquirió la potencia de un maremoto arremetiendo con todo lo que se interponía a su paso y se acrecentó hasta tomar dimensiones inconmensurables. Sus cuerpos se entrelazaron como serpientes y en su oído -nada le gustaba más que sentir su boca en su oído- podía sentir su respiración quemante entre el murmullo de un diálogo entrecortado. 

Vos te aprovechaste de mis inseguridades, le había dicho, o aún le decía, y cosas por el estilo. Él apenas retornaba de su exilio y había cosas sobre las que prefería no reparar. Dejé mi corazón en tus manos y lo destrozaste, podía haberle respondido, aunque sonara cursi, o cosas por el estilo que hubieran aniquilando fácilmente sus argumentos. Sin embargo, ahora no tenía ningún sentido. Por eso eligió no prestar atención a sus palabras -tras las que no veía más que su eterno miedo a perder el control- y dejarla hablando sola al tiempo que la empujaba sobre la cama y le arrancaba la ropa, para comprobar que ese deseo de ambos aún se mantenía intacto, que las ganas que arrastraban sus cuerpos -su piel erizándose tras semejantes descargas eléctricas que podrían alimentar a una ciudad entera -no se habían perdido y que por ahora y, más allá de las palabras, por mucho tiempo les iba a ser imposible superar esa sensación.   

2.
Lo primero que vi fueron sus ojos, esos dos grandes ojos negros, intensos, con ese brillo melancólico, que me gustaban tanto y últimamente se replicaban hasta en los lugares más inciertos. Estaba ahí, en el aula, mi aula, la 205. Sabía que dabas clases los jueves, me diría después, y te dije que alguna vez iba a venir a tu clase. Se había sentado al fondo, con su espalda erguida, como una esfinge, como era natural en ella. La luz que se filtraba por la ventana enmarcaba su cuerpo en una sombra negra, dándole un halo especial, y aumentando su belleza, que sobresalía inevitablemente entre el resto. 

Sentí ganas de terminar la clase en ese instante o de hacerla lo más corta posible, pero a la vez sentía deseos de seducirla, de marearla y hacerla perderse entre los intersticios del pensamiento, jugar con el lenguaje y hacerla disfrutar cada concepto. De recordarle las razones por las que se había enamorado de mí. Fui de un lugar a otro, conquiste nuevamente su mirada y hasta la hice sonreír. Pude notar cómo el brillo de sus ojos se hacía aún más intenso, note también las figuraciones de su rostro, esa figuraciones que mutaban de la emoción al interés, que nadie conocía mejor que yo. Busqué su sonrisa y entreví sus dientes entre sus labios. 


Entonces los conceptos se agotaron, la espera devino en recompensa. Ella esperó a que todos salieran, algunos alumnos se acercaron a preguntarme cosas y yo apenas les contesté, deseando que se fueran lo más rápido posible. Yo la miraba de reojo, mientras ella seguía ahí sentada, con su espalda estirada, haciéndose la distraída, siempre esperando, mirando por la ventana. Finalmente quedamos solos, se acercó, nos rozamos las manos, fue un roce que prendió fuego el universo, una vez más ese big bang que se presumía extinguido. No pensé que te podía extrañar tanto, dijo, nuestros cuerpos se prensaron en un abrazo, a la vez que nuestros labios se comprimían, nuestro deseo recuperó su fuerza...


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