lunes, 21 de noviembre de 2016

Paisajes

(De domingo 7)


3.
El grito volvió a retumbar por toda la casa e hizo que las paredes de adobe temblaran. Clarisa llegó al instante, como si estuviera anticipada o intuyera lo que iba a suceder. Lucrecia la escuchó pronunciar algunas palabras que no terminó de comprender, había sido todo tan real. Su cuerpo se había vuelto a elevar y alcanzó a verla, justo debajo suyo rumiando como un animal herido.

-¡Ay, mijita!- le dijo Clarisa mientras le ponía una mano en la frente. -Su cuerpito vuela-. Lucrecia sintió vergüenza de comentar nada, y siendo que su temperatura corporal era tan elevada concibió que aquella podía ser la razón.
-Disculpame- alcanzó a esbozar.
-Nada hay que disculpar- respondió Clarisa al mismo tiempo que hizo un gesto resignado mordiéndose el labio inferior.

Le puso unas compresas en la frente de las que emanaba un olor potente entre el que se adivinaba el Cedrón mezclado con otra cosa que no pudo reconocer.

Cuando amaneció la temperatura de su cuerpo había vuelto a la normalidad. Clavó su mirada sobre los tres pequeños ríos que se desprendían de la grieta en la pared y en su mente se construyeron algunas imágenes que prefirió reprimir. Desayunó unas tostadas con margarina y mermelada con la ilusión de llenar un vacío que se abría dentro de su estómago.

Sobre el frente de la casa había un patio con el piso de cemento alisado donde Doña Clarisa se encontraba colgando ropa. Lucrecia se quedó observándola unos instantes sin que la viera, su modo de realizar la tarea le resultaba curioso, balanceaba su cuerpo –un cuerpo enorme con una caja toráxica muy ancha- de una pierna a la otra y jugaba con la ropa entre las sogas como si estuviera danzando. Entonces tomó una taza pequeña con la que esparció azúcar sobre los rincones.

-¿Qué hace Doña Clarisa?-.
-Echo azúcar, para que no llueva-.

Lucrecia no dejaba de sorprenderse, como antropóloga estaba habituada a asociar el misticismo con la funcionalidad, sin embargo, algunas costumbres como aquella le resultaban sumamente curiosas, principalmente en una región en la que la lluvia es tan escasa. Azúcar para la lluvia.

-¿Cómo se encuentra?-.
-Como si nada- respondió Lucrecia -no sé que tendría eso que me puso en la frente además de Cedrón-.
-Hay cosas que no se preguntan - dijo Doña Clarisa, esbozando su sonrisa incompleta. Se metió un broche en la boca, tomó una prenda del balde y miró hacia arriba. -Hoy es el festejo para la pacheta en San Isidro, ¿piensa ir?-. Doña Clarisa tenía una aptitud especial para cambiar de tema.
-Sí, claro-.
-Yo no voy a poder acompañarla, tengo mucho que hacer acá-.
-No se preocupe, voy sola-.
–Cuando llega la busca a la Teresa y le dice que se la mando, que le acompañe- hizo una pausa mientras se llevaba otro broche a la boca. Tomó una camisa y miró nuevamente hacia el cielo, como si de éste dependiera donde colgarla -mejor ir con alguien de ahí que llegar como una turista. No se olvide de comprar algo para ofrendar, le conviene hacerlo allá para no cargar todo el camino-.
-Muchas gracias Doña Clarisa-.
–Vuelva antes que se haga de noche- le dijo cuando ya se iba. Lucrecia sintió que aquella frase tenía una connotación especial, aunque prefirió no preguntar.


Algunas nubes cercaban el cielo tapando el sol de cuando en cuando, ello hacía que el camino fuera más llevadero y no se sufriera tanto el calor. Caminaba con paso tranquilo pero regular, siempre hurgando en aquel paisaje que fácilmente podía igualarse al de la luna.

No eran aún las once cuando llegó a la casa del molino, ahí el río pega una curva y la quebrada se cierra sobre la playa. El rojo da lugar a un gris ceniciento que se oscurece hasta tornarse casi negro, haciendo el camino aún más hermoso. Era temprano y decidió descansar sobre una de las márgenes del río. El caudal no era muy voluminoso pero dejaba escuchar un murmullo que serpenteaba entre las piedras. El correr del agua siempre es bueno para olvidar, pensó. Al levantar su mirada notó que algo se movía al pie del cerro. Lo primero que se le vino en mente fue algún ternero a la búsqueda su manada, no es extraño que el ganado se pierda buscando pastizales por esa zona tan seca. Luego pensó en algún perro. Pero al acercarse notó que se trataba de un hombre, sentado en cuclillas, vestido con un jean y el torso completamente desnudo.

-Soy Lucrecia- se presentó. Él ni siquiera la miró, tenía la vista puesta en una piedra. Pasaron varios minutos antes de que dijera nada. Luego le clavó los ojos, unos ojos oscuros e intensos, e hizo una mueca con la boca, apoyando los dientes inferiores sobre el labio superior. Una barba rojiza y crecida moldeaba su rostro. –¿Cómo estás?- insistió ella.
-Ese- dijo, señalando la roca, apenas balbuceando, era como si hubiese perdido la costumbre de hablar –ese soy yo-.
-Ese sos vos- repitió Lucrecia, dándole poca importancia a sus palabras, y observó un brillo en sus ojos que acompañaba una sonrisa de dientes asombrosamente blancos, lo que la indujo a pensar que no hacía demasiado que andaba perdido por ahí.
–Soy Sixto- dijo él, con una voz tan grave que parecía de ultratumbas.
-Yo soy Lucrecia- automáticamente él le señaló otra piedra, con una forma más heterogénea, hundida en uno de sus lados, contigua a la suya.
-Esa sos vos-. Volvió a reírse.

Durante algunos minutos se escrutaron el uno al otro. Sus ojos eran tremendamente oscuros y a través de estos Lucrecia creyó adivinar cierto resentimiento. Finalmente éste se dio vuelta y continuó contemplando la piedra.

–Esa piedra parece dura e impenetrable, pero es blanda y suave como una esponja. Con un dedo podría transformarla en arcilla, ¿querés ver?-.
-No, gracias. ¿Seguro que estás bien?- insistió Lucrecia que no terminaba de comprenderlo.
-Muy bien- respondió, dedicándole una última sonrisa y volviendo a concentrarse en lo suyo –ahora dejame tranquilo por favor-.


No lo molestó más y continuó su camino, al alejarse escuchó que Sixto tarareaba una canción. La melodía se le hacía conocida pero no alcanzó a escuchar la letra. Sixto y la piedra. Paisajes. Anotó.

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