martes, 27 de septiembre de 2016

Ausencias

Nada hay en la ausencia más que el signo que la revela. Los lugares son investidos por la proyección y el recuerdo funciona como índice de la misma. Una bicicleta, un sillón, un portal... una palabra no son más que el orden simbólico que representan.

Alguna vez  estuvo ahí o pudo haber estado.

Este es el fundamento dialéctico del lenguaje, el signo como presencia revela al mismo tiempo la ausencia. 


Nélida
Su estatura era pequeña y su cuerpo más bien ancho. Nunca estuvo conforme con su figura, las dietas no le funcionaban. Es que sos grandota, le decían, pero ella no entendía bien a qué se referían. Ahora tenía casi setenta años y ni siquiera era capaz de mirarse al espejo. 

Esperaba a que su marido se durmiera para llenar su vaso de Whisky, a él no le gustaba que tomara, no era bueno para una mujer. Pero a ella no le importaba, además nunca supo qué significaba eso de ser una mujer. A los trece años tuvo que salir a trabajar y desde ahí que el mundo se le detuvo. 

Se sentaba en el comedor, con las luces apagadas, y se perdía entre recuerdos, imaginando su infancia o cuando era una adolescente y aún tenía energías o soñaba con una vida que no tuvo. El silencio de la noche la regocijaba, lo que más le molestaba del día era tener que escuchar esa voz que repetía su nombre una y otra vez. 

Daba sorbos pequeños, le gustaba mirar el hielo descomponerse de a poco hasta mezclarse totalmente con el whisky. Su mente se ponía en blanco y así se estaba hasta que comenzaba a amanecer. Cuando el resplandor matinal penetraba por las rendijas de la persiana miraba aquellos rayos de luz hasta que sus ojos se cegaban. Casi al mismo tiempo sonaba el despertador desde la pieza y podía escuchar aquel cuerpo sigiloso, desperezándose, caminando hacia el baño antes que se encendiera la ducha. 

Seis y media en punto, preparaba el desayuno y ambos compartían la mesa casi sin decir palabra. Es que tengo insomnio, respondía a sus reproches mecánicamente, antes de que él se fuera a trabajar, el whisky me ayuda a no pensar... en nada, prefiero no pensar... ¡Paf! sonaba el golpe seco y ofuscado de la puerta que hacía temblar hasta las ventanas. Era una puerta pesada y maciza, le había pedido a su marido que la hiciera blindar a causa de la inseguridad, aunque a ella lo que realmente le importaba era el ruido de la calle, prefería no tener contacto con el mundo exterior. Aún así se filtraban las bocinas de los autos. Nunca había aprendido a manejar. 


Mercedes
Su retrato reposa sobre la mesa de luz, es una foto vieja. A pesar de su corta edad ya puede observarse el gesto resignado en su mirada.
Frunce el ceño y arruga la frente, la mirada es opaca, desafiante. 
No confía en el tiempo. 
El sillón aún guarda el peso de su silueta y sobre los apoyabrazos la felpa se encuentra desgastada. Nadie entra o sale de ese cuarto.
El cabello le llega hasta los hombros, es castaño, y en la foto el flequillo se recorta hasta la altura de las cejas. 

Las paredes de la casa se van oscureciendo, ¿para qué pintarlas? se pregunta, el tiempo es igualmente cruel con las paredes blancas. 

Sus manos son huesudas, sin vida, los dedos largos y delicados se vuelven amarillos de tanto sostener el cigarrillo. Mantiene la persiana baja, sus pupilas sufren con la luz del día. Espera. 
Sus ojeras se pintan sobre las mejillas de tanto estudiar. Lee intensamente como si en los libros encontrara el secreto de una sobrevida. El tiempo se acorta, no se puede hacer nada. Aquellas palabras se replican una y otra vez en su cabeza. 

La piel es una lámina rugosa, la voz áspera y ronca. Su retrato al costado del sillón, encima de la mesa. Las ansias por aprender. Una foto desteñida que la interpela.

Es ella, alguna vez, un fragmento de lo que fue o lo que pudo ser. Alguna de las tantas. 

Se mira en esa imagen, esos ojos alguna vez tuvieron cierto brillo. No se puede hacer nada.
Ya no se reconoce.


Alberto.
Acostumbraba leer en el sillón del living. Abría una botella de vino y devoraba página tras página mientras su copa se iba vaciando hasta quedarse dormido. Cuando escuchaba el despertador corría al baño a ducharse y salía para el estudio.

No sé ni para qué tiene la cama, le decía su empleada doméstica de vez en cuando, si no la usa. Era cierto, ya no recordaba lo que significaba dormir en una cama. A usted le gusta mucho el vino, le reprochaba también, cumpliendo el rol de una esposa que no tenía. 

Las botellas corrían al ritmo de la lectura -era lo único que hacía durante la noche-, y se iban apilando en un rincón de la cocina. Sólo salía de su casa para ir trabajar ¿Quiere que las tire? le preguntaba. No, está bien, déjelas ahí. Un litro por libro, decía riéndose -mostrando sus dientes consumidos por el cigarrillo-, como si fuera una cuestión proporcional. Quiero recordar cuántos llevo leídos. 

Entonces apuraba la lectura para poder tomar, o tomaba para poder leer. Las botellas se iban apilando hasta alcanzar el mismo tamaño que su biblioteca.  


Elena
Prende la radio y espera ansiosa la cortina del programa. Quince segundos de música que no se pierde nunca. Leo Dan es su cantante preferido y su voz acaramelada, casi hablándole al oído, le recuerda los bailes en el club. Despedimos a Leo para dar las noticias, dice luego el presentador y ella se pierde entre la nebulosa de sonidos sin prestar mucha atención, nunca le importó demasiado estar informada. 

De la cabecera de su cama cuelga un crucifijo de plata hecho por Bellgiorno. Desliza los eslabones de la cadena entre sus dedos, lentamente, le gusta sentir el calor de la plata. Reza durante algunos segundos. Agradece estar viva. A sus años cada día que pasa es una bendición. Hace casi cuarenta años que le diagnosticaron un cáncer terminal y aún recuerda la cara del médico gozando al darle la noticia. Intentaba mostrarse compungido pero ella podía notar un dejo entre sus ojos que lo delataban, al mismo tiempo que se decía, no me va a matar, no me va a matar, no me va a matar... Al año seguía tan viva como ahora y nadie podía creerlo. Esto es inusual, repetía el mismo médico, inexpresivo, contrariado por la noticia, quizás hasta triste, ella era la causa de su error. 

Camina hasta la ventana y apoya sus codos sobre el marco, siempre con el crucifijo en la mano. Es delgada y liviana, casi una pluma, su figura apenas se delinea. Mira la calle, el tránsito de la avenida Cabildo, los motores rugiendo ansiosos.

Se equivocó, vio doctor, se equivocó, sentía deseos de decirle aquel día, pero su marido -aún vivo y tan sano que estaba según el médico- le daba golpecitos con el codo a la altura de las costillas para que no abriera la boca -a los médicos se les debe respeto le diría una vez afuera-. Entonces escuchó por primera vez la voz de Leo Dan que se filtraba por una de las ventanas del consultorio y sintió como si su cuerpo se elevara. Esto es algo extraño seguían comentando el doctor y su marido pero ella ya había desaparecido.

Deja el crucifijo sobre la cama y sube algo más la radio, la voz del presentador le recuerda a la de su marido, tan sano que estaba según el médico. Vuelve a apoyarse contra la ventana para aprovechar los rayos del sol.  



Julián
No sabía moverse sin ella. Una podía verlo ir y venir, de un lado a otro, escurridizo, clanch, clanch, se escuchaba el pedal haciendo juego. A esa bicicleta hay que cambiarle la estrella, o las palancas, o algo así decía mi marido, que algo entiende de eso y que de joven fue bicicletero. 

Yo salía a la ventana para verlo pasar. Era tan lindo. Su bicicleta siempre apoyada en el árbol, a toda hora, le gustaba andar por el bosque. Era alto, dicen, y alargado, como una lombriz. Yo mucho no me acuerdo, salía a la ventana pero siempre llegaba tarde, cuando ya había pasado. Podía ver su espalda, angosta, o imaginarla.

Su bicicleta siempre contra el mismo árbol, a la entrada al bosque. ¿Cuándo comienza el bosque? me pregunto. Alguna vez lo vi, creo que lo vi, no recuerdo ya cuándo. Fue hace mucho. Lo vi pasar por la ventana de mi casa, sentí el chirriar oxidado de la cadena, clanch, clanch... pobre, necesita aceite, pensé, mientras mi marido me hablaba de palancas y platos y las partes de la bicicleta. Corrí a la ventana para verlo pasar, aunque no recuerdo si lo vi, o solo alcancé a escucharlo. A lo mejor de espaldas lo vi, algo recuerdo, o me lo invento, no sé. Más tarde caminé hacia el río y ahí estaba su bicicleta, eso lo recuerdo bien, una bicicleta verde agua, con la pintura saltada, el asiento alto -podía adivinarse que él era muy alto-, apoyada contra el árbol. 

Era muy delgado, eso decían, sus piernas eran las de un pájaro, finitas y largas, eso se decía, y que era muy buena persona también. Sus cabellos oscuros, verlo pasar por mi ventana... ¡ese chirrido! O imaginarlo, porque no sé si lo vi alguna vez, aunque tengo su imagen tan clara. 

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Cotorras

Una cotorra da de comer a sus crías mientras el resto del grupo sobrevuela la palmera. Sus plumajes son verdes, casi amarillos entre los que se entremezcla el azul, sus patas grisáceas. La Cotorra Monje es una especie común en esta ciudad. Según Daniel, un amigo avistador de aves, Buenos Aires tiene una de las colonias más grandes no sé bien si en el mundo o en Latinoamérica. Al igual que las palomas, son casi una plaga.

Son tres palmeras que crecen casi en el centro de la plaza. Los días de semana las plazas suelen estar casi vacías, el clima es apasible. Apenas algunos murmullos llegan hasta mi balcón. El roce agudo de los engranajes de una hamaca -una madre empuja a su hija con una mano mientras con la otra mira su teléfono celular- marca un sonido regular que en otro contexto sonaría disonante o disruptivo. Sin embargo, en éste resulta una melodía armónica que acompaña el transcurrir matinal. Una abuela pasea con su nieta de la mano por uno de los senderos de ladrillos enseñándole, quién sabe el nombre de algunas plantas o inventándole historias de cuando era tan chica como ella. Una pareja de adolescentes también pasean tomados de la mano, sus cuerpos tienen a imantarse.

Me siento una especie de James Stwart observando, como un voyeur, cada movimiento allí abajo. El cielo está casi celeste, cruzado por algunas nubes que pasan de cuando en cuando. Las palmeras resguardan una fauna imprevisible para quienes están debajo. Las palomas se mezclan con las cotorras que protegen sus huevos en sus nidos. Los preparan con ramas secas, según Daniel esa es la única especie de cotorras que hacen sus nidos con ramas. Sus vidas también se observan apasibles, tranquilas, haciendo lo que se debe hacer, lo que manda la naturaleza. 

Repentinamente un aguilucho -uno de los tantos que fueron importados para regular la población avícola de la ciudad- se acerca hasta el árbol. Su vuelo es majestuoso, contrasta con el vuelo torpe de las palomas, juega con el viento, blandiendo sus alas, con la misma elegancia que nada el tiburón en el mar. Entonces el aguilucho arremete contra la palmera, atacando uno de los nidos. La tranquilidad deja espacio al horror; el revoloteo, los gritos -alaridos secos, punzantes- desesperados. Algunas plumas se desprenden y caen al vacío en cámara lenta. 

El aguilucho flamea satisfecho, con los huevos en la boca, su pico es infalible, voraz y mortal, sin embargo, mantiene los huevos intactos en su interior. Una vez más sus alas extendidas, apropiándose del viento, su color es de un gris ceniciento, salvo por por los extremos que se tiñen de blanco. Su vuelo es digno de apreciar. 

El peligro cesa y los gritos de las cotorras poco a poco se pierden, ya resignadas abandonan su nido y se alejan para buscar un mejor lugar. Abajo nadie puede observar lo que acontece, nadie mira para arriba en Buenos Aires. 

La abuela continúa enseñándole los nombres de las plantas a su nieta, o contándole historias de cuando era tan chica como ella. Los adolescentes cada vez más cercanos, sus cuerpos se funden y arremeten uno contra el otro sobre un monolito que guarda un busto de Sarmiento. Una de las plumas cae a los pies de la pareja, ni siquiera tienen tiempo para notarla. El chirrido de la hamaca continúa meciendo la mañana a intervalos regulares. 

lunes, 19 de septiembre de 2016

Profecías...


3.
Miró el reloj del celular y daban casi las siete. El viaje se le hacía eterno. Sabés que esto no está bien, fueron sus últimas palabras y reflexionó en lo absurdo de las mismas. Claro que estaba bien, de lo contrario ahora no estaría metida en ese taxi camino a su casa con sus pulsaciones revolucionadas. 

¿Querés que baje por Lacroze? le preguntó el taxista. La pregunta se le hizo ridícula, anda por donde te dé la gana, le respondió y abrió la ventanilla. Necesitaba aire. En su pecho podía sentir los golpes producidos por sus latidos, Freud localizaba el foco de la libido como un punto a la altura del vientre, sin embargo para ella debería concebirse como una línea recta que se extiende desde el bajo vientre hasta la altura del corazón. Juntó sus piernas y presionó una contra la otra. El viento dándole de lleno en la cara le hacía bien. Pensó en el deseo y en las descargas eléctricas que éste le producía sobre su cuerpo, la manera en que erizaba su piel. El mismo roce del tapizado le causaba placer y tenía que cerrar los ojos para no delatarse. 

Otro auto se puso a la par en un semáforo, manejaba una mujer. La miró fijo durante unos segundos, era una mujer mayor, rondaría los cincuenta pero aparentaba ser mayor. Notó la tristeza en su mirada. Sus ojos eran grises, cenicientos y en ellos entrevió un vacío inconmensurable. Reconstruyó su vida en un instante y se estremeció, no llegaría a eso. Juntó las piernas nuevamente y emitió una sonrisa. Se sentía contenta y su deseo crecía a medida que avanzaban. El tránsito era un infierno, hubiese deseado tomar el subte.

Muchos autos, dijo el taxista, ella seguía con los ojos cerrados, imaginando. Prefirió no contestar, no tenía por qué suponer que le hablaba a ella. Un mechón se le escapaba por la ventana abierta, se preocupó, pero enseguida pensó en lo mucho que a él le gustaba su pelo y lo dejó volar. Imaginó sus ganas, nunca nadie la había mirado así.  

  
Llegamos, le dijo el taxista, ni siquiera había notado que el automóvil se detuvo. Volvió a mirar el reloj, pensó en la relatividad del tiempo, una eternidad que había transcurrido casi efímera. La contradicción le resultó divertida. Antes de abrir la puerta del taxi hizo una pausa y respiró hondo. ¿Estás bien? le preguntó el chofer. Muy bien, respondió antes de bajarse. Cruzó la calle como si caminara por una cuerda, una fuerza ajena se había apoderado de su cuerpo y la llevaba como una especie de autómata. ¿Quién es? se oyó por el portero, las piernas le temblaron y su corazón aumentó más sus pulsaciones. Nunca se había sentido tan viva.   


1.
Entonces la empujó sobre la cama y, sin importarle lo que le estaba diciendo, le arrancó la ropa. Su deseo adquirió la potencia de un maremoto arremetiendo con todo lo que se interponía a su paso y se acrecentó hasta tomar dimensiones inconmensurables. Sus cuerpos se entrelazaron como serpientes y en su oído -nada le gustaba más que sentir su boca en su oído- podía sentir su respiración quemante entre el murmullo de un diálogo entrecortado. 

Vos te aprovechaste de mis inseguridades, le había dicho, o aún le decía, y cosas por el estilo. Él apenas retornaba de su exilio y había cosas sobre las que prefería no reparar. Dejé mi corazón en tus manos y lo destrozaste, podía haberle respondido, aunque sonara cursi, o cosas por el estilo que hubieran aniquilando fácilmente sus argumentos. Sin embargo, ahora no tenía ningún sentido. Por eso eligió no prestar atención a sus palabras -tras las que no veía más que su eterno miedo a perder el control- y dejarla hablando sola al tiempo que la empujaba sobre la cama y le arrancaba la ropa, para comprobar que ese deseo de ambos aún se mantenía intacto, que las ganas que arrastraban sus cuerpos -su piel erizándose tras semejantes descargas eléctricas que podrían alimentar a una ciudad entera -no se habían perdido y que por ahora y, más allá de las palabras, por mucho tiempo les iba a ser imposible superar esa sensación.   

2.
Lo primero que vi fueron sus ojos, esos dos grandes ojos negros, intensos, con ese brillo melancólico, que me gustaban tanto y últimamente se replicaban hasta en los lugares más inciertos. Estaba ahí, en el aula, mi aula, la 205. Sabía que dabas clases los jueves, me diría después, y te dije que alguna vez iba a venir a tu clase. Se había sentado al fondo, con su espalda erguida, como una esfinge, como era natural en ella. La luz que se filtraba por la ventana enmarcaba su cuerpo en una sombra negra, dándole un halo especial, y aumentando su belleza, que sobresalía inevitablemente entre el resto. 

Sentí ganas de terminar la clase en ese instante o de hacerla lo más corta posible, pero a la vez sentía deseos de seducirla, de marearla y hacerla perderse entre los intersticios del pensamiento, jugar con el lenguaje y hacerla disfrutar cada concepto. De recordarle las razones por las que se había enamorado de mí. Fui de un lugar a otro, conquiste nuevamente su mirada y hasta la hice sonreír. Pude notar cómo el brillo de sus ojos se hacía aún más intenso, note también las figuraciones de su rostro, esa figuraciones que mutaban de la emoción al interés, que nadie conocía mejor que yo. Busqué su sonrisa y entreví sus dientes entre sus labios. 


Entonces los conceptos se agotaron, la espera devino en recompensa. Ella esperó a que todos salieran, algunos alumnos se acercaron a preguntarme cosas y yo apenas les contesté, deseando que se fueran lo más rápido posible. Yo la miraba de reojo, mientras ella seguía ahí sentada, con su espalda estirada, haciéndose la distraída, siempre esperando, mirando por la ventana. Finalmente quedamos solos, se acercó, nos rozamos las manos, fue un roce que prendió fuego el universo, una vez más ese big bang que se presumía extinguido. No pensé que te podía extrañar tanto, dijo, nuestros cuerpos se prensaron en un abrazo, a la vez que nuestros labios se comprimían, nuestro deseo recuperó su fuerza...


miércoles, 7 de septiembre de 2016

Tiempo y forma

Entonces Céfiro descargó una brisa sobre toda la isla y ella despertó y yo descubrió que su corazón latía. Los cielos se cubrieron y el mar embraveció con el aliento de Poseidón. Unió sus partes y poco a poco fue recobrando su forma. Así era ella, como una roca.

Él la contempló y sus ojos se te llenaron de lágrimas. El tiempo se detuvo repentinamente y comprendió que voy entre el marfil lo que corría era sangre. Por primera vez observó a el negro real de sus pupilas en el blanco donde antes sólo podía imaginarse. Su deseo creció y suspiró su belleza tímidamente, cuidándose de no volver desafiar a Afrodita. Creció como nunca, creció como acostumbraba crecer cada vez que la veía, desde la primera vez. 

Soy tu obra, dijo ella, sonriente, aún recostada sobre el pasto de Chipre, mostrando sus dientes blancos, también deseosos -dientes deseosos-, aún de marfil, a lo que él contestó a con un gesto afirmativo enamorar admirando sus formas que habían cobrado vida. 

martes, 6 de septiembre de 2016

Galatea

Pigmalión eligió el hueso más grande y homogéneo, lo movía una premonición. Llevó el hueso de inmediato a su taller para poder admirarlo. Se había propuesto hacer la más perfecta de sus esculturas, de aquel bloque debía surgir la mujer más hermosa que se hubiera visto. 

Pigmalión, ayudado por Hefesto, hizo forjar el juego de cinceles más precisos que se viera en todo el Mediterráneo. Pasó sin dormir semanas enteras, primero observando el bloque, buscando en silencio las formas que éste develaba. Sus golpes debían adivinar lo preexistente, encontrar la razón que escondía. Trabajó día y noche, y cuando Morfeo apenas lograba tomarlo entre sus brazos por algunas horas, sus sueños eran la excusa para depurar sus formas. 

Pigmalión rechazó infinitas mujeres que rogaban sus favores. Ninguna rozaba siquiera la belleza que escondía un solo grano de marfil de su escultura, a la que había decidido nombrar Galatea en honor a la nereida. Su cabello sería lacio y llegaría casi hasta la cintura. Sus ojos podrían adivinarse negros y oscuros, su busto y su cintura tan simétricas que despertarían la envidia de Némesis. Sus piernas fuertes, musculosas, desembocando en unos tobillos delgados seguidos por sus pies perfectos.

Pigmalión rezó sobre los pies de Afrodita, vertió infinidad de lágrimas, sus ruegos a la diosa provocaron la burla general. Con cada día que se sucedía su deseo se acrecentaba. Afrodita lo vio sufrir frente a Galatea, observó sus labios apoyados en el frío marfil buscando un calor que aún no existía. Lo vio pasar sus noches admirándola, tanto que se apiadó de él. Sus rezos comenzaron a hacer efecto provocando la sonrisa de la diosa, que hizo elevar tres veces el tamaño de la llama del altar que él había construido en su honor. 

Pigmalión eligió la época en que las Pléyades se ponían a medianoche. La luna estaba llena, también a punto de retirarse. Afrodita esperaba paciente, ansiosa por dar aquella sorpresa. El Rey de Chipre no supo leer los signos que le daba la mujer de Zeus. Buscó una masa, la que tenía la cabeza más ancha y poderosa. Sus brazos se hincharon y sus venas se llenaron de sangre. Desde su taller se escucharon los golpes secos, el sonido cruento del hierro incrustándose en el marfil. De su obra no quedaron rastros. 

Pigmalión siquiera se enteró de los designios que Afrodita le tenía reservado y la diosa prefirió nunca revelar sus intenciones. Galatea fue cubierta por el polvo y luego por la tierra húmeda de su jardín en Chipre donde sus pedazos descansan desperdigados.