lunes, 28 de noviembre de 2016


Son apenas dos piedras.
Nada más que dos piedras sin inscripción alguna,
recogidas un día para ser sólo piedras en el altar de la memoria.

Olga Orozco.




7.
Esa noche apenas cenaron. Sobre la mesa no había más que un fuentón metálico con algunos papines, mezclados con unos tomates algo verdes, y tres albóndigas en un plato de madera. 

-Es lo único que tenían- dijo Clarisa, resignada, mientras repartía una a cada uno -los domingos siempre se quedan sin nada, hasta que no venga el camión…-. 

Sobre una de las paredes colgaba el retrato de un joven vestido de militar. Lucrecia lo contempló unos instantes, nunca hasta ese momento le había prestado demasiada atención. Ahora podía notar que tenía los mismos ojos que Clarisa. Alguna vez ella le dijo que nunca había tenido hijos con su marido, lo que le resultaba extraño, a no ser que fuera producto de alguna otra pareja. Prefirió no preguntar.

-Era un bolso- dijo Vicente, mientras se llevaba el vaso de vino a la boca. Sus párpados caían sobre sus ojos, denotando una mezcla entre cansancio y cierta pesadumbre. La bombita de luz que iluminaba la sala titiló, amenazando apagarse.
-¿Qué cosa?- preguntó Clarisa.
-Que era un bolso y no una valija como habían dicho. Un bolso Adidas, negro-. La bombita titiló nuevamente, la sala se oscureció por unos instantes y volvió a iluminarse.
-¡Y eso qué cambia!- respondió su mujer. Vicente se limitó a emitir un chasquido con los labios.



Puso el despertador a las cinco, el micro salía a las seis de la mañana. Antes de acostarse no pudo evitar observar aquel delta con sus cuatro ríos en la pared. Le buscó nuevas formas, desde un tenedor hasta cosas más relacionadas a lo simbólico, como lo inevitable de las decisiones. Finalmente pensó que podría ser una cicatriz. Cuando apagó la luz su dormitorio quedó totalmente a oscuras, el alumbrado público no funcionaba o se habían olvidado de prenderlo. No tardó demasiado en dormirse. Aquella noche no soñó.

jueves, 24 de noviembre de 2016

Un viaje hacia la muerte




El miedo a no resucitar
traducía en la lengua cristiana
 el  miedo ancestral
 a morir sin sepultura.
Phillippe Ariés. 


Aquella tarde salió de su casa para no volver. Lo sabía y por eso se resistió tanto. Hacía unas horas que había comenzado a sentirse mal, sus piernas tenían un tamaño tres veces a lo normal y ya no podía caminar. Bajo su remera podía notarse un bulto que crecía, enorme, a la altura del hígado. Su piel se había puesto amarilla y el iris de sus ojos, de un azul profundo e intenso, resaltaba entre una esclerótica también amarilla.  

Al verlo en aquel estado llamé a su médico. 

-En la clínica queda un sólo lugar- dijo éste -si se ocupa van a tener que llevarlo a otra-. 
-Vamos a tener que ir- le dije.
-¡Yo de acá no me muevo!- respondió, terco. Sus ojos se habían abierto, desesperados, como si fueran a saltarle de sus órbitas. No supe qué hacer.
-Vamos, son solo unos días- le dije -para que te revisen-. Volvió a repetir lo mismo.

Justo encima de la cama colgaba un crucifijo de madera. Nunca antes se lo había visto, nunca fue católico.

-¿Eso es nuevo, no?- le pregunté, intentando cambiar de tema.
-Me lo regaló tu madre- respondió, justificándose. Una luz menguante penetraba por la ventana y pegaba sobre su cabeza, iluminando su frente. No corría aire y un olor intenso inundaba la habitación. 
-¿Querés que te prenda el ventilador?-. Levantó la vista y miró las paletas sucias. Juntó los labios y me echó una mirada desamparada.
-Hacé lo que quieras- respondió. No creo que le importara demasiado. 



Extrañamente, su desesperación se intercalaba con lapsos de extrema tranquilidad. 

-No hice nada con mi vida- dijo en uno de éstos. Al mismo tiempo todo tenía ese aire anticipatorio. -Nada- resaltó, volvió a juntar los labios. Hurgué en mi mente tratando de encontrar algún suceso que lo contradijera, pero no se me ocurrió nada. No soy bueno para estas cosas. -Si volviese a vivir me dedicaría a la música- agregó después y terminó por descolocarme. Nunca supe si hablaba en serio o es que ya estaba desvariando. Sus gustos musicales tenían más que ver con el contenido de algunas letras que con la música en sí, carecía absolutamente de oído. 
-¿Lo decís en serio?- le pregunté, y me miró con cierta resignación. Quizás fuera un modo de acercarse a mí, nuestros últimos años no se dieron en forma del todo tranquila.

Estaba a punto de decir algo más cuando llegó mi hermana con ánimos de tomar el mando de la situación; ella también se negaba a la internación.

-De última es mejor que muera en su casa- me dijo, ingenuamente, en voz baja, para que él no escuchara. No se imaginaba los trámites que se toma la muerte antes de llegar.
-Teníamos todo para ser felices- dijo él, en otro de esos lapsos, desconcertándonos nuevamente, y haciendo que mi hermana tuviera que salir del cuarto para llorar.


Finalmente, y pese a la resistencia de ambos, me impuse. Lo bajamos en silla de ruedas y lo subimos a un taxi. -Es solo por unos días-, le repetí y me sentí tremendamente culpable.

Era domingo y por la calle no había un alma. El trayecto hasta la clínica se hizo eterno, nadie dijo una sola palabra. Yo miraba por la ventanilla aguantándome el llanto. De alguna manera lo vivía como un viaje hacia la muerte. Qué se necesita para ser felices, pensé, y mi mente se llenó de simplezas: compartir una película, un desayuno, un concierto... 

Recuerdo haber visto una nena -justo a la altura de Luis María Campos, frente al paredón de la abadía-, una nena de cuatro o cinco años, sola en medio de la vereda. Hizo un gesto con su mano saludándome. Todo sucedía en cámara lenta, su brazo delgado moviéndose como un péndulo invertido. Su sonrisa triste, sus labios apenas empujándose hacia arriba y un vacío entre sus dientes frontales. Su piel era extremadamente blanca y brillaba reflejando los rayos del sol.

Cuando llegamos casi anochecía. Hicimos los trámites de internación, lo sedaron y lo dejaron en cuidados intermedios. Los domingos es como si las clínicas privadas se prepararan para el luto -el silencio y la sensación de soledad se hacen inaguantables-. Más tarde lo llevarían a la habitación. 

-Ahora pueden irse- nos dijo una enfermera, imperativamente, sin ningún atisbo de compasión. Mi hermana estuvo a punto de contestarle.
-Vamos- le dije, tomándola del brazo -son las reglas...-.

Cuando salimos ya era de noche, recién comenzaba la primavera y en la calle reinaba el olor a tilo. Ambas combinaciones me exasperaban. Por un lado el color alegre de las ramas florecidas y por otro una sensación de ahogo y una angustia que -por fin- me hicieron derramar un mar de lágrimas. 

-Se va a poner bien- me dijo ella, sin terminar de creerlo. 

No imaginaba que aquello fuera definitivo, aunque él lo supiera perfectamente. Los moribundos tienen una percepción infalible respecto a su momento final. Sus últimos esfuerzos para no salir de su casa eran un síntoma de aquello, luchaba como un león al que quieren quitarle sus crías. Yo de acá no me muevo...

Un viaje hacia la muerte, volví a pensar, y se me apareció la cara de aquella nena con su tez pálida y su sonrisa triste. Una conversación inteligente, un buen argumento político, un café en alguna esquina -los últimos tiempos nos la pasábamos en los cafés-. Eso podría ser la felicidad. Sentí como si al llevarlo a ese lugar de algún modo hubiera anticipando su muerte. 

-Vamos- dijo mi hermana y justo en ese momento sopló una brisa que arrastró las flores de jacarandá que había regadas sobre la vereda. 

Quién sabe tuviera razón y fuera mejor que todo terminara en su casa. Las clínicas no están preparadas para la muerte, aún así se encargan de que ello suceda anónimamente.

lunes, 21 de noviembre de 2016

Paisajes

(De domingo 7)


3.
El grito volvió a retumbar por toda la casa e hizo que las paredes de adobe temblaran. Clarisa llegó al instante, como si estuviera anticipada o intuyera lo que iba a suceder. Lucrecia la escuchó pronunciar algunas palabras que no terminó de comprender, había sido todo tan real. Su cuerpo se había vuelto a elevar y alcanzó a verla, justo debajo suyo rumiando como un animal herido.

-¡Ay, mijita!- le dijo Clarisa mientras le ponía una mano en la frente. -Su cuerpito vuela-. Lucrecia sintió vergüenza de comentar nada, y siendo que su temperatura corporal era tan elevada concibió que aquella podía ser la razón.
-Disculpame- alcanzó a esbozar.
-Nada hay que disculpar- respondió Clarisa al mismo tiempo que hizo un gesto resignado mordiéndose el labio inferior.

Le puso unas compresas en la frente de las que emanaba un olor potente entre el que se adivinaba el Cedrón mezclado con otra cosa que no pudo reconocer.

Cuando amaneció la temperatura de su cuerpo había vuelto a la normalidad. Clavó su mirada sobre los tres pequeños ríos que se desprendían de la grieta en la pared y en su mente se construyeron algunas imágenes que prefirió reprimir. Desayunó unas tostadas con margarina y mermelada con la ilusión de llenar un vacío que se abría dentro de su estómago.

Sobre el frente de la casa había un patio con el piso de cemento alisado donde Doña Clarisa se encontraba colgando ropa. Lucrecia se quedó observándola unos instantes sin que la viera, su modo de realizar la tarea le resultaba curioso, balanceaba su cuerpo –un cuerpo enorme con una caja toráxica muy ancha- de una pierna a la otra y jugaba con la ropa entre las sogas como si estuviera danzando. Entonces tomó una taza pequeña con la que esparció azúcar sobre los rincones.

-¿Qué hace Doña Clarisa?-.
-Echo azúcar, para que no llueva-.

Lucrecia no dejaba de sorprenderse, como antropóloga estaba habituada a asociar el misticismo con la funcionalidad, sin embargo, algunas costumbres como aquella le resultaban sumamente curiosas, principalmente en una región en la que la lluvia es tan escasa. Azúcar para la lluvia.

-¿Cómo se encuentra?-.
-Como si nada- respondió Lucrecia -no sé que tendría eso que me puso en la frente además de Cedrón-.
-Hay cosas que no se preguntan - dijo Doña Clarisa, esbozando su sonrisa incompleta. Se metió un broche en la boca, tomó una prenda del balde y miró hacia arriba. -Hoy es el festejo para la pacheta en San Isidro, ¿piensa ir?-. Doña Clarisa tenía una aptitud especial para cambiar de tema.
-Sí, claro-.
-Yo no voy a poder acompañarla, tengo mucho que hacer acá-.
-No se preocupe, voy sola-.
–Cuando llega la busca a la Teresa y le dice que se la mando, que le acompañe- hizo una pausa mientras se llevaba otro broche a la boca. Tomó una camisa y miró nuevamente hacia el cielo, como si de éste dependiera donde colgarla -mejor ir con alguien de ahí que llegar como una turista. No se olvide de comprar algo para ofrendar, le conviene hacerlo allá para no cargar todo el camino-.
-Muchas gracias Doña Clarisa-.
–Vuelva antes que se haga de noche- le dijo cuando ya se iba. Lucrecia sintió que aquella frase tenía una connotación especial, aunque prefirió no preguntar.


Algunas nubes cercaban el cielo tapando el sol de cuando en cuando, ello hacía que el camino fuera más llevadero y no se sufriera tanto el calor. Caminaba con paso tranquilo pero regular, siempre hurgando en aquel paisaje que fácilmente podía igualarse al de la luna.

No eran aún las once cuando llegó a la casa del molino, ahí el río pega una curva y la quebrada se cierra sobre la playa. El rojo da lugar a un gris ceniciento que se oscurece hasta tornarse casi negro, haciendo el camino aún más hermoso. Era temprano y decidió descansar sobre una de las márgenes del río. El caudal no era muy voluminoso pero dejaba escuchar un murmullo que serpenteaba entre las piedras. El correr del agua siempre es bueno para olvidar, pensó. Al levantar su mirada notó que algo se movía al pie del cerro. Lo primero que se le vino en mente fue algún ternero a la búsqueda su manada, no es extraño que el ganado se pierda buscando pastizales por esa zona tan seca. Luego pensó en algún perro. Pero al acercarse notó que se trataba de un hombre, sentado en cuclillas, vestido con un jean y el torso completamente desnudo.

-Soy Lucrecia- se presentó. Él ni siquiera la miró, tenía la vista puesta en una piedra. Pasaron varios minutos antes de que dijera nada. Luego le clavó los ojos, unos ojos oscuros e intensos, e hizo una mueca con la boca, apoyando los dientes inferiores sobre el labio superior. Una barba rojiza y crecida moldeaba su rostro. –¿Cómo estás?- insistió ella.
-Ese- dijo, señalando la roca, apenas balbuceando, era como si hubiese perdido la costumbre de hablar –ese soy yo-.
-Ese sos vos- repitió Lucrecia, dándole poca importancia a sus palabras, y observó un brillo en sus ojos que acompañaba una sonrisa de dientes asombrosamente blancos, lo que la indujo a pensar que no hacía demasiado que andaba perdido por ahí.
–Soy Sixto- dijo él, con una voz tan grave que parecía de ultratumbas.
-Yo soy Lucrecia- automáticamente él le señaló otra piedra, con una forma más heterogénea, hundida en uno de sus lados, contigua a la suya.
-Esa sos vos-. Volvió a reírse.

Durante algunos minutos se escrutaron el uno al otro. Sus ojos eran tremendamente oscuros y a través de estos Lucrecia creyó adivinar cierto resentimiento. Finalmente éste se dio vuelta y continuó contemplando la piedra.

–Esa piedra parece dura e impenetrable, pero es blanda y suave como una esponja. Con un dedo podría transformarla en arcilla, ¿querés ver?-.
-No, gracias. ¿Seguro que estás bien?- insistió Lucrecia que no terminaba de comprenderlo.
-Muy bien- respondió, dedicándole una última sonrisa y volviendo a concentrarse en lo suyo –ahora dejame tranquilo por favor-.


No lo molestó más y continuó su camino, al alejarse escuchó que Sixto tarareaba una canción. La melodía se le hacía conocida pero no alcanzó a escuchar la letra. Sixto y la piedra. Paisajes. Anotó.

martes, 8 de noviembre de 2016

Restos



Cinco carozos de aceituna, los dientes aún marcados entre pequeños trozos verdinegros que escamotean la metonimia. 

Media empanada, signo de una boca semihambrienta, deja entrever el jamón intercalado con el queso de máquina derretido. Tres tapitas rojas de cocacola -rebalsando de cenizas-, usadas a modo de cenicero, que forman un triángulo equilátero. Sus lados perfectos.

Dos cajas de cartón con restos de muzzarella, papel celofán y colillas en su interior, también usadas como ceniceros. Grandes ceniceros, con agujeros pequeños cuya circunferencia es oscura, producto del fuego de los cigarrillos. 

Tres vasos llenos hasta la mitad con cerveza, mezclada con alquitrán y nicotina. Dos vasos más, totalmente vacíos, signo de una noche larga y opulenta. Uno de estos teñido por el rojo del rush en su borde.

Algunas huellas digitales, visiblemente marcadas, producto del aceite y la grasa de la pizza. Botellas desperdigadas por el suelo, apoyadas contra la puerta. Un Jack Daniels que ya es un recuerdo.   

El humo, un hilo de luz filtrándose por la persiana que da a la calle, un corazón dibujado con un dedo en el vidrio de la ventana. Dos cuerpos muertos sobre la alfombra. 

Una hoja recortada con la mano, sobre la mesa, con una frase escrita en birome azul y letra ligera:

Un amor verdadero, es aquel que triunfa duraderamente, a veces duramente, sobre los obstáculos que el espacio, el mundo y el tiempo le proponen.  

jueves, 3 de noviembre de 2016

Cortina de acero

(Texto De Paz Moreno)


Desde Stettin, en el Báltico, a Trieste, en el Adriático,
ha caído sobre el continente una cortina de acero.
 Tras él se encuentran todas las capitales
de los antiguos Estados de Europa central y oriental.



Me desperté con el mismo dolor entre las piernas. Hacía casi una semana que venía con eso y cada vez se ponía peor. Miré el puf sobre la mesa de luz, fue un acto reflejo. Cambio de síntoma, pensé, y no pude evitar la angustia. También pensé en el deslizamiento de los significantes, aunque no con esas palabras. O sí, los pensamientos también se construyen con palabras. 

Asma, cistitis, asma, cistitis, asma, cistitis...

Intenté levantarme pero no pude, era como si me hubiera pasado un camión por encima. Odio ser mujer. Me serví un vaso con licuado de espinaca y perejil. Es lo mejor para esos dolores, eso dijo Susana, la mujer que trabaja en casa. Tómelo y ya verá. Sin embargo, no parecía tener el menor efecto. Puse mis manos en la entrepierna, como si con eso solucionara algo, y hasta pensé en inhalar del puf para calmar el dolor. Era un razonamiento absurdo, rebuscado, pero tenía cierta lógica. Si era un desplazamiento de síntomas... Quise volver a dormir pero no pude, el dolor era demasiado intenso. Prefiero el asma.

Me esperaba un día fatal. Bancos, médicos, estudios, almuerzo con mi viejo, estudios, quizás a la noche mi vieja... No tenía fuerzas ni ánimos para levantarme de la cama. Miré el celular para saber la hora, había una llamada perdida; mi ginecólogo. ¡Qué oportuno! Opté por llamarlo más tarde, ya eran demasiadas malas noticias juntas y no quería seguir acumulando. Busqué la etimología de cistitis en el teléfono, la suponía asociada a alguna maldición de género -típico de los griegos-. La mujer siempre vinculada al castigo. No la encontré. Inflamación de la vejiga... etc., pura terminología médica. Me desilusioné. 

Tomé un nuevo trago de aquel licuado verde y espeso y estuve a punto de vomitar. Era un asco. Es un remedio casero, lo usaban los antepasados, así dijo Susana, aunque no especificó cuáles. Susana era peruana, quizá fueran los Incas o los Huros. Tómelo y ya verá...

El cuarto se mantenía oscuro como una tumba y la pantalla del teléfono resplandecía como una luna llena. Esa cortina es invulnerable, pensé, observando cómo eludía los rayos del sol, o simplemente contrastándola con mi estado. La ventana apenas se traslucía como un rectángulo difuso. Esa cortina es de acero. No pude evitar la asociación, la noche anterior había terminado la biografía de Churchill. 

Bejiga, asma y cistitis. Bejiga, asma, cistitis. Acero.

Pensé en alguna composición. Volví a mirar el puf, junto al licuado y la copa de vino vacía en la mesa de luz, al costado de la biografía. La tomé y abrí una página al azar 

...Hitler exigía la entrega de los territorios de los Sudetes a Alemania, Checoslovaquia aún confiaba en la alianza entre Gran Bretaña y Francia... 

Hitler se abría paso en una Europa vencida, era una guerra anticipada. Acomodé un almohadón en mi espalda para leer más cómodamente. Corrí un mechón de pelo que avanzaba sobre mi frente y mi mente volvió a divagar. Churchill, cistitis, puf... cortina de acero... Debía existir una buena forma de combinar aquellos elementos. Pensé en la guerra, en los límites, en mis viejos, en los médicos, en el ardor y en el asma. En Susana y en sus ancestros. También tenía psicoanalista esa misma tarde, me pregunté cómo llegaría a hacer todo.

Me detuve sobre una foto de Hitler sobre el margen del río Sena, con la Torre Eiffel de fondo. Hitler se encargó de humillar a los franceses desandando cada uno de los puntos que tuvieron lugar en el armisticio de la Primera Guerra. Me causó cierto regocijo. No hubiese estado mal que Francia desapareciera o fuese anexada por Alemania. Siempre odié a los franceses. Una puntada hizo que casi saltara de la cama y me llevara nuevamente las manos a la entrepierna. Me acurruqué en el lateral derecho en posición fetal y esperé algunos minutos hasta que el dolor se fue haciendo más tolerable. Cerré los ojos pero no pude evitar que algunas lágrimas se desprendieran y corrieran por mis mejillas. Nacer mujer es una maldición.

La cortina seguía estoica aguantando los embates del sol que apenas se traslucía sobre los marcos de la ventana. El celular volvió a llamar. Ginecólogo, decía en la pantalla. Preferí no atender. Aún eran las diez de la mañana.