3.
El grito volvió a retumbar por toda la
casa e hizo que las paredes de adobe temblaran. Clarisa llegó al instante, como
si estuviera anticipada o intuyera lo que iba a suceder. Lucrecia la escuchó
pronunciar algunas palabras que no terminó de comprender, había sido todo tan
real. Su cuerpo se había vuelto a elevar y alcanzó a verla, justo debajo suyo
rumiando como un animal herido.
-¡Ay,
mijita!- le dijo Clarisa mientras le ponía una mano en la frente. -Su cuerpito
vuela-. Lucrecia sintió vergüenza de comentar nada, y siendo que su temperatura
corporal era tan elevada concibió que aquella podía ser la razón.
-Disculpame-
alcanzó a esbozar.
-Nada
hay que disculpar- respondió Clarisa al mismo tiempo que hizo un gesto
resignado mordiéndose el labio inferior.
Le puso unas compresas en la frente de
las que emanaba un olor potente entre el que se adivinaba el Cedrón mezclado
con otra cosa que no pudo reconocer.
Cuando amaneció la temperatura de su
cuerpo había vuelto a la normalidad. Clavó su mirada sobre los tres pequeños
ríos que se desprendían de la grieta en la pared y en su mente se construyeron algunas
imágenes que prefirió reprimir. Desayunó unas tostadas con margarina y
mermelada con la ilusión de llenar un vacío que se abría dentro de su estómago.
Sobre el frente de la casa había un
patio con el piso de cemento alisado donde Doña Clarisa se encontraba colgando
ropa. Lucrecia se quedó observándola unos instantes sin que la viera, su modo
de realizar la tarea le resultaba curioso, balanceaba su cuerpo –un cuerpo
enorme con una caja toráxica muy ancha- de una pierna a la otra y jugaba con la
ropa entre las sogas como si estuviera danzando. Entonces tomó una taza pequeña
con la que esparció azúcar sobre los rincones.
-¿Qué
hace Doña Clarisa?-.
-Echo
azúcar, para que no llueva-.
Lucrecia no dejaba de sorprenderse, como
antropóloga estaba habituada a asociar el misticismo con la funcionalidad, sin
embargo, algunas costumbres como aquella le resultaban sumamente curiosas, principalmente
en una región en la que la lluvia es tan escasa. Azúcar para la lluvia.
-¿Cómo
se encuentra?-.
-Como
si nada- respondió Lucrecia -no sé que tendría eso que me puso en la frente
además de Cedrón-.
-Hay
cosas que no se preguntan - dijo Doña Clarisa, esbozando su sonrisa incompleta.
Se metió un broche en la boca, tomó una prenda del balde y miró hacia arriba. -Hoy
es el festejo para la pacheta en San Isidro, ¿piensa ir?-. Doña Clarisa tenía
una aptitud especial para cambiar de tema.
-Sí,
claro-.
-Yo
no voy a poder acompañarla, tengo mucho que hacer acá-.
-No
se preocupe, voy sola-.
–Cuando
llega la busca a la Teresa y le dice que se la mando, que le acompañe- hizo una
pausa mientras se llevaba otro broche a la boca. Tomó una camisa y miró
nuevamente hacia el cielo, como si de éste dependiera donde colgarla -mejor ir
con alguien de ahí que llegar como una turista. No se olvide de comprar algo
para ofrendar, le conviene hacerlo allá para no cargar todo el camino-.
-Muchas
gracias Doña Clarisa-.
–Vuelva
antes que se haga de noche- le dijo cuando ya se iba. Lucrecia sintió que
aquella frase tenía una connotación especial, aunque prefirió no preguntar.
Algunas nubes cercaban el cielo tapando
el sol de cuando en cuando, ello hacía que el camino fuera más llevadero y no
se sufriera tanto el calor. Caminaba con paso tranquilo pero regular, siempre
hurgando en aquel paisaje que fácilmente podía igualarse al de la luna.
No eran aún las once cuando llegó a la
casa del molino, ahí el río pega una curva y la quebrada se cierra sobre la
playa. El rojo da lugar a un gris ceniciento que se oscurece hasta tornarse
casi negro, haciendo el camino aún más hermoso. Era temprano y decidió
descansar sobre una de las márgenes del río. El caudal no era muy voluminoso pero
dejaba escuchar un murmullo que serpenteaba entre las piedras. El correr del
agua siempre es bueno para olvidar, pensó. Al levantar su mirada notó que algo se
movía al pie del cerro. Lo primero que se le vino en mente fue algún ternero a
la búsqueda su manada, no es extraño que el ganado se pierda buscando
pastizales por esa zona tan seca. Luego pensó en algún perro. Pero al acercarse
notó que se trataba de un hombre, sentado en cuclillas, vestido con un jean y
el torso completamente desnudo.
-Soy
Lucrecia- se presentó. Él ni siquiera la miró, tenía la vista puesta en una
piedra. Pasaron varios minutos antes de que dijera nada. Luego le clavó los
ojos, unos ojos oscuros e intensos, e hizo una mueca con la boca, apoyando los
dientes inferiores sobre el labio superior. Una barba rojiza y crecida moldeaba
su rostro. –¿Cómo estás?- insistió ella.
-Ese-
dijo, señalando la roca, apenas balbuceando, era como si hubiese perdido la
costumbre de hablar –ese soy yo-.
-Ese
sos vos- repitió Lucrecia, dándole poca importancia a sus palabras, y observó
un brillo en sus ojos que acompañaba una sonrisa de dientes asombrosamente
blancos, lo que la indujo a pensar que no hacía demasiado que andaba perdido
por ahí.
–Soy
Sixto- dijo él, con una voz tan grave que parecía de ultratumbas.
-Yo
soy Lucrecia- automáticamente él le señaló otra piedra, con una forma más
heterogénea, hundida en uno de sus lados, contigua a la suya.
-Esa
sos vos-. Volvió a reírse.
Durante algunos minutos se escrutaron el
uno al otro. Sus ojos eran tremendamente oscuros y a través de estos Lucrecia creyó
adivinar cierto resentimiento. Finalmente éste se dio vuelta y continuó
contemplando la piedra.
–Esa
piedra parece dura e impenetrable, pero es blanda y suave como una esponja. Con
un dedo podría transformarla en arcilla, ¿querés ver?-.
-No,
gracias. ¿Seguro que estás bien?- insistió Lucrecia que no terminaba de
comprenderlo.
-Muy
bien- respondió, dedicándole una última sonrisa y volviendo a concentrarse en
lo suyo –ahora dejame tranquilo por favor-.
No lo molestó más y continuó su camino,
al alejarse escuchó que Sixto tarareaba una canción. La melodía se le hacía
conocida pero no alcanzó a escuchar la letra. Sixto y la piedra. Paisajes. Anotó.