lunes, 9 de enero de 2017

Última salida




La apariencia fetichista de pura objetividad
 en las relaciones espectaculares esconde
 su índole de relación entre hombres y entre clases:
 una segunda naturaleza parece dominar nuestro entorno con sus leyes fatales.
Guy Debord.  






Podría estar en mi casa, en un café o e el bar de alguna estación de servicio. Cualquier cosa es mejor que esto. La luz pálida refractada sobre las paredes y en el enchapado plástico, casi ficticio, de las mesas en derredor de las que se juntan toda clase de insectos voladores. La noche está densa, la humedad forma una bruma en el interior del local. No para de llover y en la calle no se ve a nadie. Pocas experiencias más traumáticas que un Burguer King a las once y media de la noche en el mes de Enero. No sé ni por qué lo hago, supongo que para sentirme un norteamericano medio, con su patetismo, o experimentar la soledad de otra forma. No encuentro otra razón. 

Un vagabundo sale del baño, con uno de sus pies desnudo, su tamaño es cinco o seis veces más grande de lo normal. Intento no mirarlo. No me aguanto, tiene el pie de un elefante. Sabe que lo miro, actúa una suerte de exhibicionismo, camina lento, penosamente. Usa una vara de hierro a modo de bastón. No puedo dejar de mirar su pie, su tamaño es extraordinario, semeja al de un gigante o un monstruo de historietas. Me causa impresión, entre sus dedos se escapa una pasta blanca inmunda. Se apoya contra la pared, diez o quince segundos, siempre sabiendo que lo miro, jugando con mi mirada, continúa. Parece extenuado, la vida le pasó por encima. 

Se sienta junto a una mujer -vagabunda también, tiene dos bolsas sobre la mesa-, aguardan la hora de cierre con el afán de descansar en una silla un rato antes de tirarse a dormir sobre la vereda. Pienso en la calle mojada y un estremecimiento recorre mi cuerpo. 


Última salida. Se me viene la frase a la cabeza. Es su voz la que me habla, adentro del auto. Ya ni recuerdo a dónde íbamos, tenía el mapa sobre su falda e iba señalando algunos puntos con el dedo. Última salida, repetía y se reía, mostrando sus dientes frontales. Aún nos reíamos, éramos felices o pretendíamos serlo. Sus dientes eran muy blancos, me gustaban. Contrastaban con sus ojos, tremendamente oscuros. Apenas se veía nada, llovía también, o no, no llovía pero era una noche oscura, sin luna en la que apenas se veían los carteles indicadores.

La música suena de fondo, música disco, alguna radio o simplemente una música programada que torna todo aún más anónimo. Tiempo atrás estos lugares intentaron generar alguna clase de identidad, una identidad pasajera y efímera. Ya ni siquiera se esfuerzan en eso, hoy son sólo galpones de comida rápida a bajo precio, en los que la gente se detiene a no pensar, cuando no quieren saber nada de sí mismos, cuando no quieren nada que los identifique o pretenden perderse en el tiempo. La crisis hace que bajen los precios cada vez más, posiblemente vayamos rumbo a la réplica del viernes negro de Marlboro. Última salida, la frase me suena anticipatoria. Es ésta o nos pasamos, su voz se me viene a la mente como un alerta. Aún eramos felices, o pretendíamos serlo. La recuerdo tan clara, con sus ojos oscuros y sus dientes blancos. 

Autopistas, aeropuertos, locales de comida rápida, lugares del anonimato, no lugares... Pienso en Augé y sus conferencias para señoras con inquietudes, en alguna dependencia de la embajada de Francia. Entonces comprendo qué es lo que me hace venir a este lugar. Las ciudades grandes tienen eso, la posibilidad olvidarse de uno mismo por un rato, el anonimato. Buenos Aires, Tokio, Nueva York... Observo el papel de envoltorio sobre la bandeja y mi vaso plástico vacío, junto al sobre de papa fritas, también vacío. Dos sobres de sal y uno de mayonesa. Es una experiencia estética… podría ser una instalación. 

Un guardia de seguridad lee el diario sobre una mesa frente a la puerta, esperando para irse. Es como si el tiempo no pasara. Ni siquiera lee, pasa una a una las hojas coloridas de uno de los suplementos del Clarín, posiblemente haya estado todo el día de ese modo y aquella sea la décima vez que mira las páginas de aquel suplemento. Última salida. Una mujer entra con su hijo del brazo.  Me mira, tiene unos ojos claros, turquesas, su hijo también me mira desde su regazo -tiene los mismos ojos, tan claros y turquesas como la madre-, y continúa hacia la caja.


Algunas imágenes de Perdidos en Tokio se me vienen a la mente. Nunca me gustó, aunque tiene cierta experiencia estética de la soledad que me atrae. Quizás si fuese menos glamorosa... pero su visión es demasiado burguesa. Los grandes hoteles, los grandes lugares... demasiado lejanos. 

La veo con el mapa sobre la falda. Acá, dice señalando, casi incrustando su dedo índice, en el mapa. La noche oscura, los carteles y sus marcos fosforescentes. Las luces refractándose sobre las mesas. La música de fondo, los insectos. Vuelvo a mirar los restos del menú sobre mi bandeja. Los restos. Los vagabundos descansan como si estuvieran en un sommier. Me mira y se sonríe. Aún me cuesta entender. No saliste, dice, con una voz apenas perceptible, era la última salida ¿ahora qué hacemos…?

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