miércoles, 19 de abril de 2017

Frisky






No recordaba que conviene soportar con paciencia
 y cierta malicia ese primer contacto con el mar exasperado
 de la orilla que tironea los miembros y avienta chorros a la boca y los ojos,
 no ofrecer resistencia, ser un corcho, 
limitarse a tomar aire cada vez que una ola se avecina, 
sumergirse apenas, si reventó lejos y viene sin ímpetu, o hasta el mismo fondo...

M. Vargas Llosa.




Se acerca hasta la playa y levanta la vista. El sol se mete entre los dos picos del islote, tiñendo el horizonte de un rojo azulado. Es raro verlo fuera de la casa, apenas sale de su cuarto. Tiene sesenta, quizás sesenta y cinco años. Sus músculos se adivinan ausentes entre la remera negra sin mangas. Es fácil intuir que alguna vez debieron estar marcados. Su cuerpo es fibroso. Su semblante guarda un dejo taciturno y su caminar es algo inestable, sin embargo, se mantiene fuerte y no se queja. Quizá porque no tiene deudas pendientes o porque vivió siempre cerca del mar, contagiado por ese ir y venir que tienen las mareas y los vientos marinos, ese traer y llevar, revolviendo la arena y la sal del fondo a la superficie y viceversa. 

-No pasaba un día sin correr- me dice, al percibir mi presencia entre los arbustos -de mañana y de tarde, recién salía cuando ya era de noche-. No sé bien qué responderle, sé que sus palabras tienen poco que ver  con lo que dice. No deja de mirar el sol en el poniente, buscando el recuerdo de una de esas olas que, como algunas mujeres o canciones, se quedan ahí para pensarse toda la vida. 
-Te entiendo- le digo, cuando comprendo el hilo de su razonamiento. Los estruendos llegan hasta nosotros. 
-Está bravo- dice.

Ya no tiene las fuerzas para luchar contra el mar, su masa muscular se consume de a poco y le recomendaron evitar esfuerzos. -Uno de estos días agarro mi tabla y... - dice, esbozando una pequeña sonrisa. Por un instante adquiere un aire infantil y alcanzo a verlo treinta, cuarenta años atrás, con la tabla pegada a la cintura, riéndose y caminando hacia el mar. Al instante emite un quejido, y se toca la panza, a la altura del riñón. No puedo evitar la comparación con Alfonsina, pequeña, caminando hacia el mar, perdiéndose entre las olas para no volver. Frisky no es pequeño, mide casi un metro ochenta y más allá de su delgadez, es fácil intuir su anterior fortaleza. Su dolor se transforma en un suspiro. Se saca la mano de la cintura y la lleva a su cabeza. 

Una perra mediana, blanca, con manchas negras en el lomo, se echa a sus pies. Hace ya unos años adopta cuanto perro o gato se cruza por la casa. Flexiona las piernas para acariciarla, le pasa la mano por el lomo, desde la cabeza hasta la cola, sin dejar de mirar el mar. 

-Ahí, torciendo el cabo se forma una ola buenasa, Cantalapiedra- me dice, y me clava unos ojos verdes que resaltan su calvicie. -Se levanta pareja como tres metros y hay que saber cogerla porque no te perdona-. Hace un gesto con el brazo, imitando la rompiente. -Pega contra el acantilado y si no la tomas bien te das contra la piedra. De cuando en cuando tienen que sacar a alguno, el mar se empecina y no te suelta, como si se estuviera vengando, te da una y otra vez contra la pared-. Junta los labios y los mueve hacia el costado, al mismo tiempo que abre grandes los ojos -No para hasta romperte la cabeza. Nadando no salís-. Echa otro suspiro, cansado. Pierde nuevamente su mirada en el horizonte. Se escucha el estruendo potente de una ola. 

Su tranquilidad me causa cierta envidia, quizá a causa de su entereza, o por encontrarse tan a mano con la vida. No le queda más que esperar, su tiempo se acorta, un año con suerte. Lo sabe pero no lo demuestra. Está satisfecho. El sol se pone definitivamente y sólo se percibe su rastro sobre el mar. El azul rojizo anterior se fue transformando en un violeta intenso metalizado que pronto terminará de oscurecerse hasta tornarse definitivamente negro. Unas nubes pequeñas se forman sobre el islote. -Isla del ahorcado- dice -así se llama. Francis Drake dejaba ahí a los tripulantes que ya no aguantaba y la desesperación los llevaba a ahorcarse. Era eso o morirse de hambre y de sed-. 

Me mira nuevamente, con sus ojos verdes. -Uno de estos días...- repite, pero no termina la frase. Espera dos minutos más, siempre con su mirada perdida. Su semblante se recorta contra la península remarcando su nariz curva. No hace un movimiento de más. Se muestra estoico. Echa otro suspiro, como si finalmente hubiese terminado de reconstruir el recuerdo, voltea y se mete por el porche de entrada a la casa. -Así es...- dice cuando se está yendo con una voz apenas perceptible. La perra duda unos instantes y sale detrás suyo. Se escucha el chirrido de la pequeña roldana que hace de contrapeso y luego el chasquido de la puerta al golpear contra la madera del portal.

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