domingo, 23 de abril de 2017

Entrada

-Son de mi pueblo- le dijo ella, en español, con su acento francés - viven a cinco minutos de donde nací-. El bus avanzaba veloz, de curva en curva, empujándonos contra uno y otro de los laterales. Entre Ayampe y Entrada hay un cerro con un camino escarpado que los buses escalan a toda velocidad, los choferes ecuatorianos adoran tomar las curvas a toda máquina, no sé si por gusto a sentir el balanceo de la carrocería, o para probar su destreza. Entonces el bus se mueve de un lado a otro, el motor ruge forzado en las subidas y traccionando, a causa de los rebajes, en las bajadas. Como siga así nos vamos por el barranco, pensaba, mientras hacía que leía. 

Tenía un libro de Carver que ojeaba sólo para disimular, me interesaba la relación entre ellos. El era casi un Inca, pómulos pronunciados, bajito, pecho ancho, nariz achatada, los ojos juntos y la piel curtida. Ella típica europea, con su rasgos ligeros, ojos claros, nariz respingada, pequeña, tez blanca, aunque sus mejillas algo coloradas por el sol, etc. Tenía un pareo sobre la biquini, él unas bermudas y el torso desnudo. Ambos viajaban con sus tablas, al igual que la otra pareja de franceses con la que ella conversaba. Cuando la marea entra fuerte en Ayampe mejor ir hasta Entrada, sobretodo para los principiantes. Allí se forma una ola suave y regular que recorre la línea perpendicular de la Bahía, dibujando aquella imagen maravillosa verdeazulada, de rectas oblicuas que pegan contra la playa. 

Seguía con los ojos puestos sobre el libro, aunque echaba miradas de reojo inspeccionando el asunto. Intentaba desentrañar la lógica de aquella atracción, él ni siquiera daba con el prototipo de surfista esmeraldeño -mulato, con sus músculos y abdominales marcados y sus cabellos rizados aclarados por el sol y la parafina-, era más bien un serrano arrancado a las sierras y puesto sobre la playa, con su gran caja toráxica, su nariz inca y sus cabellos lacios, a medio crecer. De todos modos, no era eso lo que más me llamaba la atención. Venciendo los prejuicios estéticos -quién sabe qué motivos uno encuentra respecto a la atracción física-, lo que me intrigaba era el problema respecto a la comunicación. Porque se escucha aquello de que el amor es cosa universal, etc., pero la comunicación en general -más allá de los condimentos gestuales- se construye con palabras, y ella apenas hablaba español y el manejo de él respecto del inglés -y menos que menos el francés-, era totalmente nulo.

Cuando el bus pasó por la entrada a Cantalapiedra alcanzó su máxima velocidad y yo volví a pensar en el barranco que, junto a toda esa vegetación, se habría a nuestra derecha desde lo alto y daba contra un mar azulado hermoso. Estábamos a casi cien metros sobre el nivel del mar. Imaginé el rebaje y el rugido que el motor haría en la siguiente curva, y así fue, tan abrupto que produjo un estallido que hizo que la carrocería temblara y todos nos bamboleáramos hacia el lado derecho. El abismo se vio aun más cerca.  

Ella se había sentado en uno de los apoyamanos justo detrás de la pareja de franceses y conversaba displicente. Cada tanto giraba su cabeza para mirarlo a él, que se había sentado un par de hileras más atrás, y que no se sintiera excluido, acotando algún fragmento inútil de la conversación, como no sabes, viajan tres veces al año, sorprendida -o sobreactuando cierta sorpresa-. A lo que el serrano la acompañaba con una mirada entre extrañada e incrédula, seguramente no hubiera salido del Ecuador, y viajar tres veces al año fuera para él una abstracción análoga a la imagen de un átomo para el resto. No se lo notaba cómodo con la situación, sino más bien algo desencajado. No sabía bien dónde ubicarse y recorría con su mirada el interior del bus. En uno de esos recorridos nuestras miradas se cruzaron, sus ojos guardaban cierta necesidad. Repentinamente me lo imaginé viviendo en París o en algún lugar de Europa, se me presentó como una imagen borrosa y solitaria debajo de la eterna llovizna y los cielos grises. Entonces la diferencia se me hizo aún más pronunciada, las diferencias climáticas pueden ser más importantes de lo que parecen. 

El bus paró en Entrada y los cuatro bajaron con sus tablas, yo seguía hasta Olón. Los vi alejarse desde la ventana, los tres franceses caminando adelante y el serrano detrás. Volví a imaginármelo solitario bajo la lluvia parisina, sin saber qué hacer o a dónde ir. Miré el mar y aquella postal hermosa, esa hilera de olas verdes, iluminadas por el sol, haciendo fila para descargar su potencia contra la playa. 

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