lunes, 30 de enero de 2017

su piel. su aliento. su flujo mientras me abro paso entre su carne. 
mi resistencia. mi erección. mi imposibilidad de negarla. 
su goce. su pelo cayendo encima mío. sus gritos sordos en medio de la noche. 
mi sed. mis ansias. mi deseo.
sus ríos.
mis contracciones.
su ímpetu.
mi violencia.
sus ojos negros. sus dientes blancos. su imagen como un transatlántico transitando en mi cabeza, rompiendo los hielos de la demencia. 
mis latidos, insistentes.
sus pezones férreos.
mi glande prepotente.
mi pene inflamado. mis estrías. mi sangre acumulada a punto de agrietarse y de explotar adentro suyo. 
su cuerpo. su respiración. su deseo. su corazón palpitante. 
mi lengua, mi saliva mezclándose en la suya.
su lengua enredándose en mi boca.
mi gemir.
el suyo.
mi esperma brotando hirviendo, con ganas de quemarla.
su goce. sus ansias. sus labios bebiendo el ciceón.
mis ganas de llenarla.
su piel. 
mis anhelos.
sus párpados cerrándose, sus iris dilatados. sus músculos contrayéndose a la altura de su pecho.
mis brazos amarrándola.
su pecho sosteniéndome.
el éxtasis. la plenitud. la insensatez.
los cuerpos. la noche. la locura.

domingo, 15 de enero de 2017

Cigarrillo

-¿Qué tango es?- pregunta. 

Más de uno se da vuelta al verlo entrar. Su rostro es alargado y una infinidad de arrugas -firmes, rígidas, casi eternas-, lo cruzan íntegro. Es difícil imaginar aquel rostro sin arrugas, es como si hubiera nacido con éstas. Su dureza aparente contrasta con un gesto blando y tierno que surge esporádico.

-¡Qué elegante!- le dice Patricia. Tiene una camisa celeste, con varios pliegues, metida adentro del pantalón. Es delgado, mide alrededor de un metro setenta y más allá de sus setenta y largos años sus movimientos son tan dinámicos como los de un joven.
-¿Qué tango es?- vuelve a preguntar, sin dar importancia al comentario. 
-El segundo recién- responde Patricia -¿qué tal lo pasaste en las fiestas?-.
-No hice nada- cambia el gesto, mira hacia el suelo y levanta las cejas. Sus ojos son cenicientos, algo melancólicos. -Me tomé una pastilla y me fui a dormir-. Se hace un silencio incómodo, dura dos o tres segundos. Patricia quiere preguntar pero se siente incómoda -hace poco se murió mi mamá- responde él sin esperar y se adelanta hacia el salón.

Camina hasta su mesa, frente a la pista. Lo saludan, se alegran de verlo. El Flaco es conocido en el ámbito milonguero. Pasa una tanda, la siguiente. La noche se alarga, su copa se llena varias veces. Sus pómulos se van enrojeciendo y su vida entera se cuela en cada tango. 

-¿No bailas?- pregunta Tito, uno de sus compañeros de mesa. 
-Sólo bailo para olvidar- responde. 

Lo miran desconcertados y se entrecruzan miradas. Su hermano hace un gesto cómplice con el resto, llevándose el dedo a la cien. -¡A éste que le pasa!-. Todos se ríen.

Los recuerdos lo envuelven; una cárcel, París, su juventud, una Buenos Aires que ya no existe, una mujer... principalmente una mujer. Vuelve a llenar su copa, vacias veces. Deja pasar la tanda de Di Sarli, vuelven a mirarlo, extrañados, pero ya no preguntan. Luego la de Lomuto. No hay caso, murmura y camina hasta el baño. Mientras atraviesa el pasillo choca con la moza a la que casi hace perder el equilibrio y tirar lo que lleva en en la bandeja. 

-Piba hay que mirar- le dice a lo que ella le devuelve una mirada desconcertada. Si fuiste vos quién me llevó puesta. Ella lo piensa, pero se aguanta.


Prende un cigarrillo mientras se mira al espejo. ¡La próxima te echo! Daniel ya le adviertió varias veces, pero no le importa. Podría salir a fumar afuera, pero prefiere hacerlo en el baño. A lo mejor sea la conexión con el espejo mientras fuma lo que le atrae. Se mira vacias veces. Si sos un pibe, murmura. No puede dejar de pensarla. 

Entra alguien, se para frente al mingitorio.

-¿Qué tango es?- pregunta.
-El segundo, creo-.
-Al final siempre es el mismo tango- responde. 
-¿Te pasa algo Flaco, te noto apagado?-.
-Es el recuerdo que no me deja en paz-. Lo dice medio jugando, es un decir acompasado, casi tanguero. 
-¿Qué recuerdo?-.
-No importa, olvidate-. El otro lo mira, sin decir nada, mientras se arregla el cierre del pantalón. 


Recuerda el último tango que bailaron, su mano acariciando su espalda, sus ojos felices, mientras sus miradas se cruzaban. Su pelo cayendo sobre sus hombros, su sonrisa, sus dientes. Siempre sus dientes, había algo en esos dientes que lo atraían. Pasa su mano por la nariz y prende otro cigarrillo, casi por inercia. Ricardo puede abrir la puerta del baño en cualquier momento, la última vez se puso hecho un loco. ¡Te vas! escucha esa voz que le dice, no te podes quedar acá. Escucha cientos de voces en su cabeza. 

Una vez más aquel rostro, ya no lo aguanta, no sabe qué hacer. El espejo le devuelve algo que nunca vio. Un reflejo en sus ojos o una arruga nueva. Ni siquiera puede descubrir lo qué es, pero no lo había visto antes. Se amarga, echa un suspiro.

-El último- dice en voz alta, mientras prende un nuevo cigarrillo. Hace un gesto con el brazo, intentando espantar el recuerdo junto con el humo. Vuelve a rozar su nariz, casi al mismo tiempo que entra Ricardo hecho una furia. 

-¡Qué hiciste, carajo!- le dice, amenazante. -¡Te rajás ya de acá! 
-Está bien, está bien- responde, tranquilo -no te preocupés, me voy. No se puede fumar-. 
-¡Fumar un carajo!- le dice Ricardo, con la cara encendida, escupiendo fuego. -Eso es lo de menos, ahora sí te la mandaste Flaco ¡dónde carajo te pensás que estás!-.

Salen de baño y camina por el pasillo, lento, hacia la salida. Siempre delante de Ricardo que le sigue los pasos como un custodio o un guardiacárcel. Vuelve a pensar en la cárcel, y en la policía parisina, apresándolo. Los milongueros lo ven pasar con cierto pesar. A la vez con cierta resignación. 

El tiempo transcurre lento, el pasillo hacia la salida se hace eterno. Una hora, quizás dos o tres. Todos en la milonga lo miran. 

-¿Qué hiciste flaco?-. Lo interpela su hermano, que deja plantada a su pareja en la pista y viene a su encuentro. Su hermano no es de perderse un tango, menos de abandonar a alguien en la pista. -¿Qué cagada te mandaste?-.
-Nada, el cigarrillo-.
-¡Qué cigarrillo! No te hagas conmigo que te doy vuelta la cara de un sopapo-.
-Tranquilo, ¿Qué tango es?- pregunta. 
-El segundo- le responde su hermano.
-Ves, siempre es el mismo- le dice, dándose vuelta, a Ricardo -es el segundo-. 
-Vamos, afuera- responde éste, implacable -no te quiero ver más-. 

Al pasar por delante de su mesa, sus compañeros lo saludan tímidamente. Te la mandaste, le dicen, ciertamente no le dicen, pero se les nota en las miradas. Suena Fresedo, Vida mía. Intenta detenerse a escuchar los primeros compases, quiere llegar a la letra, pero siente el aliento de Ricardo en su nuca. 

-¡Vamos, rajá!-. 

Afuera prende un último cigarrillo. Mira el reloj, apenas marca las doce. Su cuerpo se templa, sus arrugas tan firmes lo asemejan a una estatua, sin embargo su cabeza se arremolina, su recuerdo entero está a punto de ocupar todo su cerebro. Si no bailo me muero, piensa. Una detonación del tamaño de Hiroshima, rojiza y en forma de hongo, cubriéndolo todo, se le cruza efímera frente a sus ojos. 

-¿Lo de Celia está abierto?- pregunta al cuidacoches. 
-Creo que sí, te vas temprano Flaco hoy-.
-No me voy, me echan- responde.
-Qué pasó, ¿te agarraron fumando?- pregunta el otro, anticipándose.

Pero él no responde y camina lento hacia Humberto I con el cigarrillo en la mano.

sábado, 14 de enero de 2017

¿Te vas a quedar ahí?

(De Cuentos Misóginos de Paz Moreno)


Yo quiero ser tu esclava, papi.
Golpéame. dame latigazos, papito.
Muérdeme.
Déjame las marcas de tus dientes...


-Lleváme-, le digo, es lo único que me sale. El cielo está encapotado y parece que fuera a caerse. Mi vagina late al compás de mi pulso, quizás más rápido. De pronto es como si todo mi cuerpo se contrajera en ese punto y algo estuviera a punto de reventar. Me da miedo que se me note a través del pantalón. ¡Cuándo carajo se me ocurrió ponerme un pantalón blanco! Nunca uso pantalones blancos. Miro entre mis piernas, intento disimular pasando mi mano por la frente, afortunadamente no se ve nada. Aún así me causa cierto temor, en cualquier momento puede empezar a notarse.

-Adónde te llevo, linda- me pregunta. Suena medio pajero, pero no quiero perseguirme.
-Hasta Núñez, Larralde y Cuidad de la Paz-.

Mi corazón sigue aumentando su ritmo, sólo imaginarme la situación me hace temblar. No termino de comprender qué es lo que me pone así.

-¿Por dónde vamos?-.
-Por dónde le dé la gana. No- me arrepiento -vamos por donde sea más rápido, estoy apurada-.
-¿Por Córdoba o por autopista?- tantas preguntas me fastidian.
-Sólo lléveme y no pregunte más por favor-.

Frunce las cejas y hace un gesto con la boca, llevando los labios hacia el costado, se nota que no le gusta que le den órdenes, pero es taxista qué mierda. Pone primera y aprieta el acelerador, haciendo rugir el motor. Típico gesto de macho.

Hace sólo unos minutos el cielo estaba plagado de estrellas, se veía la luna casi entera. Ahora se llenó de nubes, unas nubes densas y negras que lo cubren todo, y está a punto de llover. Es la segunda semana de Enero y la primera luna llena está comenzando a menguar. Será por eso. Las calles están desiertas, no se ve un alma. Se avanza rápido. Comienza a gotear, las luces de los semáforos se deforman a través de los cristales mojados del taxi. Esas manchas verdirrojas, desfiguradas, me causan cierto hipnotismo, no puedo dejar de mirarlas y buscarle formas. No sé por qué me pongo así, debería dejar de verlo pero no puedo.

¿Te vas a quedar ahí? Me escribió, y fue como un desafío. Nuestra relación se basa en aquellos pequeños desafíos. A qué no… etc., y uno u otro sale corriendo desesperado cómo si tuviéramos quince años. Creo que nunca voy a aprender a comportarme como una mujer. Ya tengo treinta y ocho y me comporto como una adolescente. Mi corazón está a punto de estallar, creo que tengo taquicardia. Por qué no, se me ocurrió, una última noche juntos, después de todo nadie me va a coger como él, nadie me hace gozar así. Hacía ya un tiempo que habíamos decidido dejar de vernos. Voy para allá, nos matamos hoy y que sea lo que dios quiera. Me hago la superada y después me paso tres semanas en cama llorando y sin poder moverme. Me puse lo que tenía a mano y tomé el primer taxi que encontré. Soy tan infantil, no puedo evitarlo.

En mi cabeza se cuela una infinidad de imágenes, mientras toda la energía de mi cuerpo sigue desplazándose y acumulándose en el mismo lugar. Debe ser la libido, o la adrenalina, no sé, posiblemente sean lo mismo o funcionen juntas. No sé qué tienen sus manos pero sólo de pensar es como si mi cuerpo se encendiera. El modo en que me toca, como se apropia de mi cuerpo. Ni siquiera es que me toca, sus manos me invaden, hurgan mi cuerpo como si fuese un cajón o un baúl lleno de cosas, lo revuelven y lo ponen patas arriba. Lo peor es que me encanta.

El movimiento del taxi en el empedrado me llena de placer, estoy a punto de tener un orgasmo. Miro por la ventana y veo las paredes altas, enormes, del cementerio de la Chacarita, iluminadas de blanco por los focos del alumbrado público. Las ramas de los árboles cortan por la mitad esos paredones inmensos de casi quince metros. La imagen se me hace intensa, es hermosa.

Por autopista o por Córdoba. Se me vienen a la cabeza las palabras del taxista, trato de eliminarlas pero no puedo. Mientras llegue que agarre por cualquier lado. ¡Qué carajo importa! La intensidad se deshace, me desconcentro. Los orgasmos agudizan los sentimientos y hacen que cualquier sonido o imagen se intensifique y se viva como algo único. Siento correr un río, me miro para ver que esté todo bien. Me resulta extraño que aún no se vea nada a través del pantalón. Siento la sangre atravesar mis venas, me asusto. Algo no está bien. No sé si es sangre o qué lo que tengo dentro. La lluvia se hace más intensa. ¡Cuándo voy a crecer! 


El taxista mira por el espejo retrovisor, me pone incómoda. Su mirada es libidinosa, como si intuyera algo o pudiera leer mi mente. Los ojos le brillan. Mi cara se inflama de vergüenza, no lo puedo evitar. ¡Qué puede saber!

-¿No puede ir un poco más rápido?-.
-Podes tutearme si querés-. Me llena de odio. Repito la pregunta. -¿Querés que me hagan una multa?- me responde. 

Me toma por idiota sólo porque soy mujer. A un hombre no le diría eso. Ni siquiera le respondo. Si fuese hombre le rompería la cara.

¿Te vas a quedar ahí? Miro la frase en mi celular, me siento una quinceañera. Salir así corriendo a mitad de la noche, toda mojada. Tiene una pija hermosa, firme, completamente simétrica que se pone dura de solo verme. Es un aparato deseante. Me gusta la idea, la anoto en mi teléfono. Mi aparato deseante, subrayo el , no puedo evitar una sonrisa. Eso me intimida, le digo. ¿En serio te intimida? me pregunta cómplice. Ambos nos reímos. Ese fue uno de nuestros primeros diálogos antes de coger por primera vez. No olvido la picardía de sus ojos antes de perdernos en todas esas escenas sexuales trilladas -vulgares si se quiere-, robadas de cualquier película porno. Él pegándome en las nalgas como un chico que se porta mal, montándome por atrás, agarrándome del pelo, fuerte, luego ahorcándome hasta el punto de dejarme casi sin aire, preguntándome y yo confirmando todo ese paratexto sexual tan predecible, soy tu puta, sí, tu perra también, ambos lamiéndonos, etc. Qué dirían mis amigas feministas si me escucharan. El sexo es un acto machista, pienso, machista y misógino. De otra manera no se disfruta, no tiene sentido.

Cruzo las piernas intentando reprimirme pero el efecto es el inverso y apenas puedo evitar un gemido sordo. Me tapo la boca inventando un bostezo, me avergüenzo. El tipo sigue mirando por el espejo retrovisor con sus ojos encendidos. ¡Qué carajo mirás! No lo digo pero lo pienso, si fuese hombre le diría eso y otras cosas. A veces quisiera no andar con tanto cuidado. ¡Qué querés ver, pajero! Me gusta la palabra pajero. Pajero. Pajero. Pajero. La repito mil veces, me ayuda a distraerme. Miro por la ventana, el tiempo no pasa más. Estamos por el Polideportivo de la calle Crámer. Acá estaba la cancha de Platense, me dijo una vez. Me importa un carajo el fútbol pero me resultó simpático que ahí hubiera una cancha de fútbol.

Sobre la ventana del taxi caen unas gotas que parecen globos. Estallan, hacen un sonido potente como si reventaran. Miro mis pantalones y una mancha delgada y oscura empieza a marcarse entre mis piernas. Suspiro, ya casi llegamos.


lunes, 9 de enero de 2017

Última salida




La apariencia fetichista de pura objetividad
 en las relaciones espectaculares esconde
 su índole de relación entre hombres y entre clases:
 una segunda naturaleza parece dominar nuestro entorno con sus leyes fatales.
Guy Debord.  






Podría estar en mi casa, en un café o e el bar de alguna estación de servicio. Cualquier cosa es mejor que esto. La luz pálida refractada sobre las paredes y en el enchapado plástico, casi ficticio, de las mesas en derredor de las que se juntan toda clase de insectos voladores. La noche está densa, la humedad forma una bruma en el interior del local. No para de llover y en la calle no se ve a nadie. Pocas experiencias más traumáticas que un Burguer King a las once y media de la noche en el mes de Enero. No sé ni por qué lo hago, supongo que para sentirme un norteamericano medio, con su patetismo, o experimentar la soledad de otra forma. No encuentro otra razón. 

Un vagabundo sale del baño, con uno de sus pies desnudo, su tamaño es cinco o seis veces más grande de lo normal. Intento no mirarlo. No me aguanto, tiene el pie de un elefante. Sabe que lo miro, actúa una suerte de exhibicionismo, camina lento, penosamente. Usa una vara de hierro a modo de bastón. No puedo dejar de mirar su pie, su tamaño es extraordinario, semeja al de un gigante o un monstruo de historietas. Me causa impresión, entre sus dedos se escapa una pasta blanca inmunda. Se apoya contra la pared, diez o quince segundos, siempre sabiendo que lo miro, jugando con mi mirada, continúa. Parece extenuado, la vida le pasó por encima. 

Se sienta junto a una mujer -vagabunda también, tiene dos bolsas sobre la mesa-, aguardan la hora de cierre con el afán de descansar en una silla un rato antes de tirarse a dormir sobre la vereda. Pienso en la calle mojada y un estremecimiento recorre mi cuerpo. 


Última salida. Se me viene la frase a la cabeza. Es su voz la que me habla, adentro del auto. Ya ni recuerdo a dónde íbamos, tenía el mapa sobre su falda e iba señalando algunos puntos con el dedo. Última salida, repetía y se reía, mostrando sus dientes frontales. Aún nos reíamos, éramos felices o pretendíamos serlo. Sus dientes eran muy blancos, me gustaban. Contrastaban con sus ojos, tremendamente oscuros. Apenas se veía nada, llovía también, o no, no llovía pero era una noche oscura, sin luna en la que apenas se veían los carteles indicadores.

La música suena de fondo, música disco, alguna radio o simplemente una música programada que torna todo aún más anónimo. Tiempo atrás estos lugares intentaron generar alguna clase de identidad, una identidad pasajera y efímera. Ya ni siquiera se esfuerzan en eso, hoy son sólo galpones de comida rápida a bajo precio, en los que la gente se detiene a no pensar, cuando no quieren saber nada de sí mismos, cuando no quieren nada que los identifique o pretenden perderse en el tiempo. La crisis hace que bajen los precios cada vez más, posiblemente vayamos rumbo a la réplica del viernes negro de Marlboro. Última salida, la frase me suena anticipatoria. Es ésta o nos pasamos, su voz se me viene a la mente como un alerta. Aún eramos felices, o pretendíamos serlo. La recuerdo tan clara, con sus ojos oscuros y sus dientes blancos. 

Autopistas, aeropuertos, locales de comida rápida, lugares del anonimato, no lugares... Pienso en Augé y sus conferencias para señoras con inquietudes, en alguna dependencia de la embajada de Francia. Entonces comprendo qué es lo que me hace venir a este lugar. Las ciudades grandes tienen eso, la posibilidad olvidarse de uno mismo por un rato, el anonimato. Buenos Aires, Tokio, Nueva York... Observo el papel de envoltorio sobre la bandeja y mi vaso plástico vacío, junto al sobre de papa fritas, también vacío. Dos sobres de sal y uno de mayonesa. Es una experiencia estética… podría ser una instalación. 

Un guardia de seguridad lee el diario sobre una mesa frente a la puerta, esperando para irse. Es como si el tiempo no pasara. Ni siquiera lee, pasa una a una las hojas coloridas de uno de los suplementos del Clarín, posiblemente haya estado todo el día de ese modo y aquella sea la décima vez que mira las páginas de aquel suplemento. Última salida. Una mujer entra con su hijo del brazo.  Me mira, tiene unos ojos claros, turquesas, su hijo también me mira desde su regazo -tiene los mismos ojos, tan claros y turquesas como la madre-, y continúa hacia la caja.


Algunas imágenes de Perdidos en Tokio se me vienen a la mente. Nunca me gustó, aunque tiene cierta experiencia estética de la soledad que me atrae. Quizás si fuese menos glamorosa... pero su visión es demasiado burguesa. Los grandes hoteles, los grandes lugares... demasiado lejanos. 

La veo con el mapa sobre la falda. Acá, dice señalando, casi incrustando su dedo índice, en el mapa. La noche oscura, los carteles y sus marcos fosforescentes. Las luces refractándose sobre las mesas. La música de fondo, los insectos. Vuelvo a mirar los restos del menú sobre mi bandeja. Los restos. Los vagabundos descansan como si estuvieran en un sommier. Me mira y se sonríe. Aún me cuesta entender. No saliste, dice, con una voz apenas perceptible, era la última salida ¿ahora qué hacemos…?