sábado, 24 de marzo de 2018

La noche fría,
húmeda, 
el albur. 
Ese fresco, casi matinal
El viento, cambiante, repentino.
El ambiente. Antiguo calor, 
que ya no. El gentío. 
Necesito, 
eso, le dijo, eso...
Las hojas soltándose de los árboles hasta desparramarse en el suelo.
Hacerte mía.
El viento nuevamente. 
Las ráfagas. Anacronismos.
Ya no se usa, le respondió
riendo.
El amor, eso, le repitió. Sus dientes limpios. El fuego. El resto.

viernes, 2 de marzo de 2018

Las putas también se enamoran



Un antro sobre la calle Oro, a la altura con Paraguay. La luz es escasa, apenas unos puntitos psicodélicos que se multiplican como hormigas y trepan por las paredes. De una rocola pegada a la barra suena cumbia a todo volumen, de vez en cuando la interrumpe alguna canción de los Redondos. De alguna manea, la cumbia y los redondos, se retroalimentan. Algunas chicas bailan en medio del salón, una de ellas -con un short de jean recortado y una musculosa color fuxia-, se trepa a una de las mesas cuando alguien pone Gilda en la Rokola. Hay quienes se gastan lo que no tienen en esa máquina con el afán de mostrar al resto sus gustos musicales. ¿Qué clase de ser viene a uno de estos antros a gastarse el sueldo en una rocola? quizá los mismos que se pasan sólos, sentados sentados en una mesa, destapando cerveza tras cerveza, sin otro objeto que hacer pasar el tiempo.

Mis amigos festejan a la que bailan, se ríen a carcajadas. Estábamos en otro bar, por Palermo y terminamos acá por casualidad. Bar Oro, escrito en neón, una puerta pequeña de vidrio oscuro, polarizado, y una baranda. El típico portero, de saco negro, gastado y jean, con unas botas también negras. Amanecía y no queríamos irnos a dormir. ¡Qué tal eso! dijo uno, ni me acuerdo quién, quizá lo de amigos fue mucho decir.

M. va y viene por el bar, tiene el pelo color oscuro, lacio, un corte carré y una especie de magnetismo que me hace no dejar de mirarla desde que la veo. Tiene una frescura poco habitual, se mueve con esa seguridad que, en palabras de Arlt, solo tienen las mujeres de la vida. Es delgada y sus dientes relucen muy blancos a causa de la luz violeta. Quiere juntar plata para poner un local de ropa en Concepción, Paraguay. -Es más barato- me dice unos días más tarde, abriendo sus ojos negros, siempre abre los ojos cuando cuenta algo importante -allá todo es más barato- repite. Es excesivamente simpática y vive todo como un juego. Se acerca a nuestra mesa y se sienta encima mío. Me mira fijamente, clavándome esos ojos oscuros, los mismos que tiene por costumbre abrir hasta dejarlos sumidos entre una esclerótica que se asoma pálida, supongo que también a causa de la luz violeta. -Sos lindo- hace una pausa -¿cómo te llamas?- me pregunta al mismo tiempo que me besa la frente. No espera mi respuesta, se para y, sin volver a mirarme, se va, moviendo sus caderas, pero no como el resto de las chicas de la vida, como la que se pone a bailar encima de la mesa por ejemplo, no, sus caderas son angostas, demasiado quizá para esa clase de movimientos, el suyo es un movimiento menos presumido, incluso algo tosco, pero con mucha gracia que me produce una excitación mayor que la del resto. Se va y me deja con el signo en la frente, así como se marca el ganado. También me deja impregnado un perfume excesivamente dulce y empalagoso pero que a ella le va perfecto. Sigue merodeando por el lugar, yendo y viniendo, como si se tratara del living de su casa. Da pequeños saltos, como si no pudiera caminar en forma normal. No sé cuántos temas más suenan en la rocola, no más sido más de tres o cuatro. Al rato vuelve, me clava nuevamente esos ojos inmensos, me toma la mano y sin mediar mayor diálogo, me dice ¡vamos!

Salimos del bar y entramos al edificio contiguo, a medio construir, justo encima del bar. Paredes sin revoque, un ascensor en el que mejor no subirse y las ventanas de las habitaciones siempre cerradas, de los balcones solo hay la plataforma de concreto sin barandas ni nada. Me detengo sobre una inscripción en una de las paredes, al borde la escalera. Agus y Juan, escritos con marcador rojo, cruzados por una flecha. Me pregunto si será el nombre de alguna de las putas y si el hombre será el de algún cliente. Las putas también se enamoran, pienso y me río. El edificio no esta habilitado y según me enteré más adelante, lo alquila un tal que mantiene el lugar a fuerza de cobrarle el sesenta o el cincuenta por ciento de lo que cobran las chicas. -Aclaro por si acaso, no había trata, sí explotación, como en supermercados, locales de ropa, centros comerciales, restoranes, etc.-. M. se detiene frente a una ventana rectangular, desde la que una mujer le alcanza dos toallas y una llave. -La cinco está libre- le dice la mujer, casi escondida, una especie de voz en off formando parte del engranaje burocrático que mantienen en funcionamiento el sistema. También le da un sobre de papel celofán, transparente. -¿Querés?- me ofrece M. apenas entramos a la habitación...

Aquel es nuestro primer encuentro, siguen otros. Paso por el bar un par de veces más, confieso que el escenario toma un atractivo especial. Las luces trepadoras, la rocola y sus fanáticos durmiendo encima de sus cervezas, el baile, el manifiesto de amor inscripto en la pared frente al que me detengo religiosamente cada una de las veces. Aquel ser kafkiano escondido tras la ventanita rectangular… Luego comenzamos a vernos afuera. Entablamos una especie de amistad. Algunas veces nos metemos en algún telo y otras simplemente conversamos nos tomamos un café o una cerveza en La niña de Oro o algún otro bar sobre Santa Fe. Ahí es que me cuenta sobre el local de ropa y sus deseos de volver a Concepción y algunas cosas más como que tiene un novio -paraguayo también-, con el que vive en una de las habitaciones a medio construir del edificio adonde trabaja. Trato de imaginar cómo vive su novio el trabajo de su mujer pero mi cabeza no se encuentra capacitada para eso. Puede ser el paradigma del amor libre y la lucha contra la posesión de los cuerpos como el ejemplo de lo que produce el sistema capitalista respecto a la mercantilización de las relaciones afectivas. Quisiera saber más, si tomaron la decisión antes de venir para Argentina o si se fue dando, si en concepción alguna vez lo había hecho, si se dio por casualidad, etc., pero me suena a morbo y prefiero callarlo.

-Tengo que contarte algo- me pone unos días más tarde en un mensaje. La llamo y me cuenta que tuvo un accidente con un cliente y que quedó embarazada, se la nota algo desesperada. Llamó a L. una amiga que labura en cuestiones de género y me pasa el teléfono de un médico. Le ofrezco acompañarla pero me dice que prefiere ir con el novio. Los días siguientes me cuesta encontrarla, recién volvemos a hablar dos o tres semanas después. Me llama y me dice que nos juntemos en el Kentucky de Santa Fe y Godoy Cruz. Cuando llego la noto algo pálida -quizá sea el recuerdo restrospectivo que me formo ahora-. A nuestro lado dos mujeres conversan sobre Cancún y hoteles all inclusive, inmediatamente pasa un chico vendiendo estampitas. M. me cuenta sobre el negocio que piensa poner, que ya pudo ahorrar bastante -diecisiete mil pesos-. Cuando lo cuenta abre los ojos y sonríe, se le nota el entusiasmo con la idea del local de ropa. -Mi mamá me está averiguando en Concepción- dice. También me comenta que el novio esta trabajando, aunque no gana mucho, apenas para mantenerse. La noto inquieta, una de sus manos se nueve en sentido circular por encima de la mesa. No quiero resultar invasivo, espero a que se agoten los temas de conversación. Finalmente se hace un vacío en el que ninguno dice más nada, aunque ella sigue moviendo su mano. Sus ojos no tienen el brillo habitual. Las mujeres a nuestro lado siguen hablando de los tragos y las comidas que sirven en el all inclusive.

-¿Qué pasó con embarazo?- le pregunto finalmente.
-Estoy con pérdidas- me responde -hace ya una semana. Me duele un poco la panza- se lleva la mano al vientre.
-¿No fueron al médico?-.
-Fuimos, pero era muy caro-. Baja la mirada.

Se me vienen a la cabeza los diecisiete mil pesos, ¡tiene la plata! También se me presentan en la cabeza toda la serie de clisés que la clase media utiliza para clasificar y estigmatizar a las clases populares cuando pretende diferenciarse de éstas, tienen para comprarse zapatillas y no para pagar por su salud, tienen direct tv… etc. De haberse gastado la plata estaría tirando todo su esfuerzo y por lo que puso su cuerpo durante tanto tiempo. ¿Quién soy yo para evaluar su administración económica, aún más cuando no hay un estado dispuesto a protegerla? No puedo evitar pensar en las acciones y los deseos como el reflejo del lugar que cada uno ocupa en el espacio de clases, la forma en que se fusionan las estructuras sociales y cognitivas. Por rebuscado que suene se me vino todo eso a la mente, junto con una serie de autores como Bourdieu, Foucault, etc. Es mucho más simple el gasto cuando uno tiene en claro que representa una porción mínima de los ahorros y/o se es consciente de que la vida puede darnos una nueva oportunidad. Sin embargo, el futuro como proyección no es más que una utopía burguesa. M. -como gran parte de los sectores populares e inmigrantes- vive al día, las segundas oportunidades sólo forman parte de los sueños que transmite la televisión, no puede darse ese gusto, mucho menos cuando tiene tan claro el propósito de ese dinero.

Sus ojos se desvían por por la ventana, quizá también esté prestando atención a la charla de las mujeres de al lado y su mente proyecte la fantasía del paisaje caribeño, después de todo, de alguna u otra forma, todos conocemos Cancún. Un rayo de sol se posa sobre su nariz. Tiene una nariz pequeña, de líneas rectas, armónica con el resto de su cara. Mientras mi mente divaga ella sigue hablando, lo último que dice es algo respecto de la madre o de una madre.

-Perdón- tengo que disculparme -no escuché lo que dijiste-.
-Que la madre de una de las chicas (también paraguaya) me dijo que me pusiera unas pastillas- agregó luego (supongo que Oxaprost) -junto con unos yuyos. Desde ahí que tengo pérdidas...-. Se muerde el labio inferior y vuelve a bajar la mirada.

Ingenuamente le pregunto si fue al hospital. Es obvio que no fue ni puede ir a ningún hospital.

Pago los cafés y nos vamos directo al Pirovano. La guardia de ginecología se encuentra en el primer piso. La sala de espera es una habitación de tres por dos, con paredes blancas decoradas con folletos instructivos, esta totalmente vacía. En uno de los ángulos hay una puerta pequeña, casi empotrada, semeja más la entrada a un pasadizo secreto o a una cava, que la entrada a un consultorio. En el centro, pegado con cinta adhesiva, un papel de impresora que dice en letras negras:

La guardia de ginecología abre a las 5. P. M.

Recién es la una. -Vamos a tener que esperar- dice M. La seguridad que muestra en el Bar Oro se desvanece por completo y su mirada se vuelve la de una chica de cinco o seis años. Me da la sensación de que su misma estatura es menor.

Además de pequeña, la sala de espera es algo oscura, por una ventana se cuelan unos rayos de sol que apenas la iluminan. Poco a poco se va llenando, a eso de las cuatro rebalsa de gente, mayormente mujeres y chicos. Finalmente, como si alguien pronunciara las palabras mágicas ábrete sésamo, como pudo abrirse la puerta de la cueva de Ali Babá, la pequeña puerta se abre y, cual genio que viene a cumplir los deseos, sale una enfermera encajada en un ambo turquesa.

-¿Quién está primero?- pregunta. Ambos nos paramos.
–Pasa ella- dice, frenándome la entrada a la cueva.

Cuarenta o cincuenta minutos más tarde, la misma enfermera abre la puerta y pregunta por mi. -M. tiene un aborto incompleto- dice -y se tiene que quedar para que le hagan un raspaje-. Sus ojos me apuntan coléricos, casi prendidos fuego, como si regañara a un chico que se mandó una macana, o peor, apuntalándome como a una especie de delincuente. Me hice sentir tan avergonzado que estoy a punto de aclararle que yo no tuve nada que ver (ella da por descontado que el responsable soy yo).

-¿Puedo entrar a verla?-.
-Más tarde, pero tenés que salir y entrar por otro pasillo- responde, imitando un camino en zig zag con su brazo.

Espero un rato sentado junto al resto de las mujeres y chicos. Pienso en el hospital como institución disciplinaria y su destrato hacia quienes infringen las normas regulatorias. También en que M. no puede venir sola sin temor a que la institución la “expulse”. Los dispositivos sociales (los medios de comunicación, la escuela, la familia, etc.) se encargan de regular el modo de pertenencia y apropiación de los espacios sociales. Posiblemente esa sea la razón por la que terminó recurriendo a mi, aunque nunca sea capaz de expresarlo: necesita un representante “legítimo” para poder vencer estas barreras. Frente a la institución hospitalaria, ser inmigrante y pobre, opera como un estigma, aún cuando está sea para pobres, mantiene una lógica paternalista y clasista, cuya función sigue siendo, de alguna manera, aleccionarlos. Ello, sumado a que el aborto sigue siendo punible, tanto legal como moralmente. Los reproches de la enfermera son el signo de ello y, si hasta a mi, que cuento con un “habitus” de clase media y estoy acostumbrado a deconstruir esos prejuicios, me hace sentir incómodo, no es difícil imaginarse la situación de una persona desprotegida ante esta clase de interpelaciones.

Un chiquito que corretea con una pelota de goma de un lado al otro de la sala de espera, se estrella contra una de mis piernas y me saca del letargo. Asumo que ya paso suficiente tiempo y sigo las instrucciones de la enfermera. Atravieso el pasillo, continuo el zig zag tal cual había indicado su brazo y, finalmente, tras pasar una puerta de doble hoja, entro a la sala de cuidados intermedios. Las paredes también estan decoradas con folletos e instructivos. Intento reconocerla entre el mar de camas que se despliegan de dos en dos entre los biombos celestes. Apenas la reconozco acurrucada en una de éstas, cierta pesadumbre invade su rostro, sus ojos apagados y se la nota alejada de su frescura habitual. Se me cruza la imagen de la primera vez que la vi, caminando a los saltos, recorriendo aquel bar, jugando con el sonido de la rocola. Sólo pasaron algunos meses desde que la conocí, sin embargo, se me hiace la idea de que fueron varios años.