Un antro sobre la calle Oro, a la altura con Paraguay. La luz es
escasa, apenas unos puntitos psicodélicos que se multiplican como
hormigas y trepan por las paredes. De una rocola pegada a la barra
suena cumbia a todo volumen, de vez en cuando la interrumpe alguna
canción de los Redondos. De alguna manea, la cumbia y los redondos,
se retroalimentan. Algunas chicas bailan en medio del salón, una de
ellas -con un short de jean recortado y una musculosa color fuxia-,
se trepa a una de las mesas cuando alguien pone Gilda en la Rokola.
Hay quienes se gastan lo que no tienen en esa máquina con el afán
de mostrar al resto sus gustos musicales. ¿Qué clase de ser viene a
uno de estos antros a gastarse el sueldo en una rocola? quizá los
mismos que se pasan sólos, sentados sentados en una mesa, destapando
cerveza tras cerveza, sin otro objeto que hacer pasar el tiempo.
Mis amigos festejan a la que bailan, se ríen a carcajadas. Estábamos
en otro bar, por Palermo y terminamos acá por casualidad. Bar Oro,
escrito en neón, una puerta pequeña de vidrio oscuro, polarizado, y
una baranda. El típico portero, de saco negro, gastado y jean, con
unas botas también negras. Amanecía y no queríamos irnos a dormir.
¡Qué tal eso! dijo uno, ni me acuerdo quién, quizá lo de amigos
fue mucho decir.
M. va y viene por el bar, tiene el pelo color oscuro, lacio, un corte
carré y una especie de magnetismo que me hace no dejar de mirarla
desde que la veo. Tiene una frescura poco habitual, se mueve con esa
seguridad que, en palabras de Arlt, solo tienen las mujeres de la
vida. Es delgada y sus dientes relucen muy blancos a causa de la
luz violeta. Quiere juntar plata para poner un local de ropa en
Concepción, Paraguay. -Es más barato- me dice unos días más
tarde, abriendo sus ojos negros, siempre abre los ojos cuando cuenta
algo importante -allá todo es más barato- repite. Es excesivamente
simpática y vive todo como un juego. Se acerca a nuestra mesa y se
sienta encima mío. Me mira fijamente, clavándome esos ojos oscuros,
los mismos que tiene por costumbre abrir hasta dejarlos sumidos entre
una esclerótica que se asoma pálida, supongo que también a causa
de la luz violeta. -Sos lindo- hace
una pausa -¿cómo te llamas?- me pregunta al mismo tiempo que
me besa la frente. No espera mi respuesta, se para y, sin volver a
mirarme, se va, moviendo sus caderas, pero no como el resto de las
chicas de la vida, como la que se pone a bailar encima de la
mesa por ejemplo, no, sus caderas son angostas, demasiado quizá para
esa clase de movimientos, el suyo es un movimiento menos presumido,
incluso algo tosco, pero con mucha gracia que me produce una
excitación mayor que la del resto. Se va y me deja con el signo en
la frente, así como se marca el ganado. También me deja impregnado
un perfume excesivamente dulce y empalagoso pero que a ella le va
perfecto. Sigue merodeando por el lugar, yendo y viniendo, como si se
tratara del living de su casa. Da pequeños saltos, como si no
pudiera caminar en forma normal. No sé cuántos temas más suenan en
la rocola, no más sido más de tres o cuatro. Al rato vuelve, me
clava nuevamente esos ojos inmensos, me toma la mano y sin mediar
mayor diálogo, me dice ¡vamos!
Salimos del bar y entramos al edificio contiguo, a medio construir,
justo encima del bar. Paredes sin revoque, un ascensor en el que
mejor no subirse y las ventanas de las habitaciones siempre cerradas,
de los balcones solo hay la plataforma de concreto sin barandas ni
nada. Me detengo sobre una inscripción en una de las paredes, al
borde la escalera. Agus y Juan, escritos con marcador rojo,
cruzados por una flecha. Me pregunto si será el nombre de alguna de
las putas y si el hombre será el de algún cliente. Las putas
también se enamoran, pienso y me río. El edificio no esta
habilitado y según me enteré más adelante, lo alquila un tal que
mantiene el lugar a fuerza de cobrarle el sesenta o el cincuenta por
ciento de lo que cobran las chicas. -Aclaro por si acaso, no había
trata, sí explotación, como en supermercados, locales de ropa,
centros comerciales, restoranes, etc.-. M. se detiene frente a una
ventana rectangular, desde la que una mujer le alcanza dos toallas y
una llave. -La cinco está libre- le dice la mujer, casi escondida,
una especie de voz en off formando parte del engranaje burocrático
que mantienen en funcionamiento el sistema. También le da un sobre
de papel celofán, transparente. -¿Querés?- me ofrece M. apenas
entramos a la habitación...
Aquel es nuestro primer encuentro, siguen otros. Paso por el bar un
par de veces más, confieso que el escenario toma un atractivo
especial. Las luces trepadoras, la rocola y sus fanáticos durmiendo
encima de sus cervezas, el baile, el manifiesto de amor inscripto en
la pared frente al que me detengo religiosamente cada una de las
veces. Aquel ser kafkiano escondido tras la ventanita rectangular…
Luego comenzamos a vernos afuera. Entablamos una especie de amistad.
Algunas veces nos metemos en algún telo y otras simplemente
conversamos nos tomamos un café o una cerveza en La niña de Oro o
algún otro bar sobre Santa Fe. Ahí es que me cuenta sobre el local
de ropa y sus deseos de volver a Concepción y algunas cosas más
como que tiene un novio -paraguayo también-, con el que vive en una
de las habitaciones a medio construir del edificio adonde trabaja.
Trato de imaginar cómo vive su novio el trabajo de su mujer pero mi
cabeza no se encuentra capacitada para eso. Puede ser el paradigma
del amor libre y la lucha contra la posesión de los cuerpos como el
ejemplo de lo que produce el sistema capitalista respecto a la
mercantilización de las relaciones afectivas. Quisiera saber más,
si tomaron la decisión antes de venir para Argentina o si se fue
dando, si en concepción alguna vez lo había hecho, si se dio por
casualidad, etc., pero me suena a morbo y prefiero callarlo.
-Tengo que contarte algo- me pone unos días más tarde en un
mensaje. La llamo y me cuenta que tuvo un accidente con un cliente y
que quedó embarazada, se la nota algo desesperada. Llamó a L. una
amiga que labura en cuestiones de género y me pasa el teléfono de
un médico. Le ofrezco acompañarla pero me dice que prefiere ir con
el novio. Los días siguientes me cuesta encontrarla, recién
volvemos a hablar dos o tres semanas después. Me llama y me dice que
nos juntemos en el Kentucky de Santa Fe y Godoy Cruz. Cuando llego la
noto algo pálida -quizá sea el recuerdo restrospectivo que me formo
ahora-. A nuestro lado dos mujeres conversan sobre Cancún y hoteles
all inclusive, inmediatamente pasa un chico vendiendo estampitas. M.
me cuenta sobre el negocio que piensa poner, que ya pudo ahorrar
bastante -diecisiete mil pesos-. Cuando lo cuenta abre los ojos y
sonríe, se le nota el entusiasmo con la idea del local de ropa. -Mi
mamá me está averiguando en Concepción- dice. También me comenta
que el novio esta trabajando, aunque no gana mucho, apenas para
mantenerse. La noto inquieta, una de sus manos se nueve en sentido
circular por encima de la mesa. No quiero resultar invasivo, espero a
que se agoten los temas de conversación. Finalmente se hace un vacío
en el que ninguno dice más nada, aunque ella sigue moviendo su mano.
Sus ojos no tienen el brillo habitual. Las mujeres a nuestro lado
siguen hablando de los tragos y las comidas que sirven en el all
inclusive.
-¿Qué pasó con embarazo?- le pregunto finalmente.
-Estoy con pérdidas- me responde -hace ya una semana. Me duele un
poco la panza- se lleva la mano al vientre.
-¿No fueron al médico?-.
-Fuimos, pero era muy caro-. Baja la mirada.
Se me vienen a la cabeza los diecisiete mil pesos, ¡tiene la plata!
También se me presentan en la cabeza toda la serie de clisés que la
clase media utiliza para clasificar y estigmatizar a las clases
populares cuando pretende diferenciarse de éstas, tienen para
comprarse zapatillas y no para pagar por su salud, tienen direct tv…
etc. De haberse gastado la plata estaría tirando todo su
esfuerzo y por lo que puso su cuerpo durante tanto tiempo. ¿Quién
soy yo para evaluar su administración económica, aún más cuando
no hay un estado dispuesto a protegerla? No puedo evitar pensar en
las acciones y los deseos como el reflejo del lugar que cada uno
ocupa en el espacio de clases, la forma en que se fusionan las
estructuras sociales y cognitivas. Por rebuscado que suene se me vino
todo eso a la mente, junto con una serie de autores como Bourdieu,
Foucault, etc. Es mucho más simple el gasto cuando uno tiene en
claro que representa una porción mínima de los ahorros y/o se es
consciente de que la vida puede darnos una nueva oportunidad. Sin
embargo, el futuro como proyección no es más que una utopía
burguesa. M. -como gran parte de los sectores populares e
inmigrantes- vive al día, las segundas oportunidades sólo forman
parte de los sueños que transmite la televisión, no puede darse ese
gusto, mucho menos cuando tiene tan claro el propósito de ese
dinero.
Sus ojos se desvían por por la ventana, quizá también esté
prestando atención a la charla de las mujeres de al lado y su mente
proyecte la fantasía del paisaje caribeño, después de todo, de
alguna u otra forma, todos conocemos Cancún. Un rayo de sol se posa
sobre su nariz. Tiene una nariz pequeña, de líneas rectas, armónica
con el resto de su cara. Mientras mi mente divaga ella sigue
hablando, lo último que dice es algo respecto de la madre o de una
madre.
-Perdón- tengo que disculparme -no escuché lo que dijiste-.
-Que la madre de una de las chicas (también paraguaya) me dijo que
me pusiera unas pastillas- agregó luego (supongo que Oxaprost)
-junto con unos yuyos. Desde ahí que tengo pérdidas...-. Se muerde
el labio inferior y vuelve a bajar la mirada.
Ingenuamente le pregunto si fue al hospital. Es obvio que no fue ni
puede ir a ningún hospital.
Pago los cafés y nos vamos directo al Pirovano. La guardia de
ginecología se encuentra en el primer piso. La sala de espera es una
habitación de tres por dos, con paredes blancas decoradas con
folletos instructivos, esta totalmente vacía. En uno de los ángulos
hay una puerta pequeña, casi empotrada, semeja más la entrada a un
pasadizo secreto o a una cava, que la entrada a un consultorio. En el
centro, pegado con cinta adhesiva, un papel de impresora que dice en
letras negras:
La guardia de ginecología abre a las 5. P. M.
Recién es la una. -Vamos a tener que esperar- dice M. La seguridad
que muestra en el Bar Oro se desvanece por completo y su mirada se
vuelve la de una chica de cinco o seis años. Me da la sensación de
que su misma estatura es menor.
Además de pequeña, la sala de espera es algo oscura, por una
ventana se cuelan unos rayos de sol que apenas la iluminan. Poco a
poco se va llenando, a eso de las cuatro rebalsa de gente, mayormente
mujeres y chicos. Finalmente, como si alguien pronunciara las
palabras mágicas ábrete sésamo, como pudo abrirse la puerta
de la cueva de Ali Babá, la pequeña puerta se abre y, cual genio
que viene a cumplir los deseos, sale una enfermera encajada en un
ambo turquesa.
-¿Quién está primero?- pregunta. Ambos nos paramos.
–Pasa ella- dice, frenándome la entrada a la cueva.
Cuarenta o cincuenta minutos más tarde, la misma enfermera abre la
puerta y pregunta por mi. -M. tiene un aborto incompleto- dice -y se
tiene que quedar para que le hagan un raspaje-. Sus ojos me apuntan
coléricos, casi prendidos fuego, como si regañara a un chico que se
mandó una macana, o peor, apuntalándome como a una especie de
delincuente. Me hice sentir tan avergonzado que estoy a punto de
aclararle que yo no tuve nada que ver (ella da por descontado que el
responsable soy yo).
-¿Puedo entrar a verla?-.
-Más tarde, pero tenés que salir y entrar por otro pasillo-
responde, imitando un camino en zig zag con su brazo.
Espero un rato sentado junto al resto de las mujeres y chicos. Pienso
en el hospital como institución disciplinaria y su destrato hacia
quienes infringen las normas regulatorias. También en que M. no
puede venir sola sin temor a que la institución la “expulse”.
Los dispositivos sociales (los medios de comunicación, la escuela,
la familia, etc.) se encargan de regular el modo de pertenencia y
apropiación de los espacios sociales. Posiblemente esa sea la razón
por la que terminó recurriendo a mi, aunque nunca sea capaz de
expresarlo: necesita un representante “legítimo” para poder
vencer estas barreras. Frente a la institución hospitalaria, ser
inmigrante y pobre, opera como un estigma, aún cuando está sea para
pobres, mantiene una lógica paternalista y clasista, cuya función
sigue siendo, de alguna manera, aleccionarlos. Ello, sumado a que el
aborto sigue siendo punible, tanto legal como moralmente. Los
reproches de la enfermera son el signo de ello y, si hasta a mi, que
cuento con un “habitus” de clase media y estoy acostumbrado a
deconstruir esos prejuicios, me hace sentir incómodo, no es difícil
imaginarse la situación de una persona desprotegida ante esta clase
de interpelaciones.
Un chiquito que corretea con una pelota de goma de un lado al otro de
la sala de espera, se estrella contra una de mis piernas y me saca
del letargo. Asumo que ya paso suficiente tiempo y sigo las
instrucciones de la enfermera. Atravieso el pasillo, continuo el zig
zag tal cual había indicado su brazo y, finalmente, tras pasar una
puerta de doble hoja, entro a la sala de cuidados intermedios. Las
paredes también estan decoradas con folletos e instructivos. Intento
reconocerla entre el mar de camas que se despliegan de dos en dos
entre los biombos celestes. Apenas la reconozco acurrucada en una de
éstas, cierta pesadumbre invade su rostro, sus ojos apagados y se la
nota alejada de su frescura habitual. Se me cruza la imagen de la
primera vez que la vi, caminando a los saltos, recorriendo aquel bar,
jugando con el sonido de la rocola. Sólo pasaron algunos meses desde
que la conocí, sin embargo, se me hiace la idea de que fueron varios
años.
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